martes, 25 de diciembre de 2012

Amarás a Quentin sobre todas las cosas

El cinéfilo se hace. Los hay que tienen la suerte de contar con familiares o allegados que son aficionados a esto de ver películas que o bien  hacen grandes y certeras recomendaciones fílmicas o bien acompañan esas recomendaciones con préstamos de películas de su propia colección personal. Por otra parte, tenemos a los curiosos. Los que se buscan la vida e investigan por su cuenta en busca de más películas de ese director que les ha fascinado. Luego enlazan con otro director y así sucesivamente, dándose cuenta, con el tiempo, de la terrible maldición del amante del cine - del arte -,  esa terrible realidad: "nunca, jamás de los jamases,  verás todo lo que quieres ver".

Hablemos del segundo caso. Suele haber un punto de inflexíón en la vida de ese cinéfilo to be. El autodidacta no ve con 12 años películas de Murnau. No. Salvo una bizarra casualidad, no suele ocurrir. Lo lógico es comenzar viendo películas tipo Disney (Pixar desde hace algunos años), pasar por grandes blockbusters como Los Cazafantasmas (1984). La rutina habitual. De pronto, comienza a percatarse de los múltiples homenajes fílmicos que se realizan en Los Simpson. Hasta que un día, se topa con Él.

Él se llama Quentin. Se apellida Tarantino. El contacto con su cine tiene lugar a una edad temprana. Con el criterio aún en pañales. El joven cinéfilo se acerca naif y despreocupado. Reservoir Dogs (1992),  lee con curiosidad. A ver de qué va. Música sugerente, sus oídos se ensanchan como los del Grinch cuando oye los primeros villancicos. Una cafetería. Unos tipos vestidos con traje negro, camisa blanca y corbata. Uno de ellos va con un chándal que define la estética del ciudadano medio que lava su coche los domingos en los 90. Hablan mientras desayunan. Hablan de canciones. De pollas y de Madonna. ¡Hablan de pollas! Los ojos del joven cinéfilo no pueden mirar a otra parte. Están viendo algo diferente en aquella pantalla. Se ríe con las ocurrencias fuera de tono de esos personajes. Se siente adulto. Nunca vería esa película con su padre. Deja atrás una etapa. Empieza a abrazar el tarantinismo.

La misma escena. No hay que avanzar más. Aquellos acaban el desayuno y se levantan. Pero ya no se les oye. La radio toma la iniciativa. Comienza un progresivo fundido a negro. Se sobreimpresiona en naranja (¿casualidad?) el A film by Quentin Tarantino. Suena Little green bag. Y ocurre lo mágico. A paso ralentizado, aquellos trajeados comienzan a andar. La música es perfecta. Esa pequeña escena sirve como presentación de los actores que intervienen en el film, pero es algo más. Es parte del rito. Tarantino va abrumando al joven cinéfilo. Dejándole sin aliento. Pero no se queda ahí. Sigue su tarea, minando, derrotando al espectador con su, nunca lo suficientemente elogiada, selección musical. Y llega la escena de la oreja. De nuevo la música. En este caso Stuck in the middle with you. El baile. La acción sádica. Michael Madsen. Estos casi 120 segundos reflejan el potencial desmedido, brillante y ciertamente lunático de Quentin Tarantino. El imán de su cine. No quieres mirar, pero acabas mirando. En esas está el joven cinéfilo que ya por estos momentos de la película es un miembro más de los Tarantinianos del Cuarto Camino.

Después, Pulp Fiction (1994). Mission accomplished. Este joven cinéfilo defenderá a su nuevo líder ante todo y ante a todos. El amor y la razón, ya saben. El mejor director es Tarantino. Las mejores películas son las de Tarantino. ¿Pero has visto el montaje de Pulp Fiction? ¡Tarantino es Dios!

Yo estuve allí. Viví la experiencia. Sufrí la abducción. Pero me liberé. E incluso una vez que mis ojos se acostumbraron al fulgor de la diversidad cinematográfica, comencé a amar a otros creadores de cine. Esto no quiere decir que abandonar el Club de Fans Amamos a Quentin signifique forzosamente denostarlo. O minusvalorarlo. Más bien al contrario. Conforme uno visiona cine, de todos los tipos, géneros y épocas, comienza a adivinar y descubrir los resortes de Tarantino. Qué cine le gusta, cuáles son sus referentes. Al fin y al cabo, Tarantino no ha inventado la Coca-cola. Es uno de nosotros. Tiene sus héroes y sus debilidades. Pero también tiene talento. Mucho talento. E inteligencia. De ahí su éxito, exacerbado para muchos. Justo para otros.

Pasada esa primera fase de idolatría irredenta, e iniciada la etapa de la curiosidad empedernida, el espectador novel se percata de que el montaje de Pulp Fiction es tremendamente parecido al de Atraco perfecto (1955). ¿La mutilación de Reservoir Dogs? Recuerda mucho a una escena de Django (1966). Y así sucesivamente, el afán indagativo va retomando el rol principal. Si es inteligente, sabrá que no son plagios sino homenajes sinceros. De este modo, se pasa del empecinamiento absurdo a la universalidad más maravillosa. Este cinéfilo por formar comienza a darse cuenta de que lo fantástico de esta afición no es tener un ídolo destacado. Lo fantástico es disfrutar con ese director/actor predilecto, pero también gozar con otro estilo completamente opuesto pero igualmente brillante. Todo vuelve a su cauce.

Quentin Tarantino no es el mejor director de todos los tiempos. No es el mejor director de la época moderna. No es el mejor director actual. Sí es uno de los directores más exitosos, personales y talentosos de los últimos veinte años. Sí es uno de esos pocos creadores - escasos, absurdamente escasos - que son reconocibles desde el minuto 1.

Sí es un gran enamorado del cine que con sus películas devuelve lo que aprendió.





sábado, 22 de diciembre de 2012

Y Matt Groening lo volvió a hacer: Seymour, el amigo fiel

Matt Groening es el creador de Los Simpson. La serie de TV más carismática e icónica de la historia. Su grandeza reside en que no existe ningún aspecto trascendental de la existencia del hombre occidental contemporáneo que no sea brillantemente satirizado por estos individuos amarillos. Homer J. Simpson es un filósofo atípico. Como lo era Groucho Marx.

Diez años después del estreno del primer capítulo de Los Simpson, Groening creó otra serie de TV. También de animación. La tituló Futurama. La historia de un repartidor de pizzas neoyorquino que, en la noche del 31 de diciembre de 1999, cae accidentalmente dentro de una cámara criogénica - ¿a quién no le ha pasado? - y despierta mil años después, en pleno siglo XXXI. En esta serie encontramos robots soeces, jamaicanos campeones olímpicos de limbo, una revisión del éxito ochentero de Coz pero añadiendo el concepto  "cíclope", etcétera.

Como ocurre con Los Simpson, Futurama es una serie profundamente gamberra en su visión de su particular mundo - y universo -, así como absurda en ocasiones.Encuentra su contrapunto con breves momentos nostálgicos, incluso tiernos en ocasiones, que epatan profundamente al espectador. Como muestra un botón. En este caso, la secuencia de un episodio concreto que es lo más emotivo que estos ojos, que se ha de comer la tierra, han visto en un producto televisivo.

El capítulo en cuestión se titula Ladrido jurásico. Cuenta el hallazgo, por parte de Fry - protagonista de la serie -, del fósil de su perro en el siglo XX, Seymour. A lo largo del capítulo se estudia la posibilidad de resucitar a Seymour gracias a una máquina de clonación. También se suceden diversas muestras de celos hechos chips y cables en la chapa de Bender - el robot humanoide que bebe, fuma y lo otro; en definitiva, la chispa del show -, que aportan el tono de chanza que todo capítulo de la serie requiere.

Finalmente, Fry opta por no hacer uso de la prodigiosa máquina pensando que probablemente Seymour le habría olvidado. Se despide de su amigo, en lo que parece el final del capítulo, pero nada más lejos. Falta el punto de vista del propio Seymour. Y aquí es cuando surge la magia. Una serie de animación, que en ocasiones hace gala de un sentido del humor sólo catalogable como demoledor, se transforma en un dulce y triste poema. Un canto a la lealtad.

La secuencia en cuestión nos muestra a Seymour esperando a Fry tras su accidentada criogenización. No hace falta más. Ni menos. Todo es preciso. Un minuto de sensibilidad y emoción, musicado por la maravillosa e idónea hasta el paroxismo, I will wait for you, de Connie Francis. Un perro que espera a su amo. A su amigo. Le espera en la puerta de la pizzeria en la que trabaja. La del señor Panucci. Haga frío o calor. Allí espera. Fry estaba equivocado. Los amigos de verdad nunca olvidan.

Ya puede ser usted el fundador de Enemigos de los perros S.A. o ser un habitual de los restaurantes chinos más inhóspitos. Si no experimenta un escalofrío en los últimos 67 segundos de este episodio, si no siente como una lágrima se hace hueco a golpes; enhorabuena: es usted un dolmen.

martes, 18 de diciembre de 2012

La pesadilla de Diógenes

Llegó a su casa después de estar todo el día fuera. Tenía cierta prisa cuando entró por la puerta. No porque quisiera llegar a casa cuanto antes, después de un día agotador. No. Esa mañana había tenido una acalorada discusión con un amigo sobre el final de Dejad paso al mañana, de Leo McCarey. ¿A quién no le ha pasado alguna vez? Son tantas las veces que la película se repone en TV que resulta difícil no debatir una y otra vez.

Él sostuvo un dato demoledor,pero estéril para refutar el argumento de su contrario. Mejor dicho, sostenía un buen concepto, pero carecía de la base necesaria para terminar de derrotar la postura del otro. Había perdido una batalla. Pero no la guerra. Justo mientras lamía sus heridas, recordó que obraba en su poder un libro sobre McCarey en el que encontraría la clave del enigma. La solución final. El gol en la prórroga, de penalty injusto  dos metros fuera del área, en el último minuto.

Iba dejando sus bártulos por el pasillo. Tenía prisa por tomar ese libro, leer lo que ignoró aquella mañana y decirse lacónicamente: ¡cómo pude olvidarlo!. Por fin llegó a la habitación. O al menos allí estaba cuando salió por la mañana. Pero algo no cuadraba. Se sentía extraño. Los hay que no son profetas en su tierra, pero los que no reconocen su propio cuarto, su santuario, su cementerio de elefantes diario; no existe mayor apátrida.

Buscó con denuedo por las estanterías. Pero sólo encontró uniformidad, orden, limpieza, pulcritud. Sabía que el libro se encontraba en la tercera balda empezando por abajo. La que se encontraba justo entre la balda de las películas y la de los tebeos. Pero nada. La desolación se apoderó de él. Alguien, un alma despiadada y fría como el corazón de un poderoso, había ordenado su caos equilibrado. El horror absoluto. El pavor más exasperante. La injusticia menos justa. La pesadilla de Diógenes.

viernes, 14 de diciembre de 2012

El efecto pez abisal

El Melanocetus johnsonii es un bicho extremadamente horrendo. Un morador de las profundidades abisales. Ergo, un pez abisal (Aplausos). Esta criatura se caracteriza por una fina protuberancia que nace en su nariz y cuya punta se ilumina, de tal modo que sirve de reclamo para los infortunados peces que al percibir una luz en medio de la oscuridad se aproximan, encontrando así su fin. Ya saben aquello de "la curiosidad mató al pez abisal".
Melanocetus, aquí unos amigos; amigos, el Melanocetus

El arte es muy Melanocetus johnsonii en ocasiones. Un reclamo llamativo que luego acaba de forma desafortunada.

 Hay casos en la música de individuos que comenzaron su carrera de forma estruendosa pero al final se quedaron en tierra de nadie. Muchas historias al respecto. Como la leyenda del visionario que quiso publicar un recopilatorio de Europe con más de una canción. En este caso el síndrome Melanocetus johnsonii es sinónimo de suerte y falta de talento para refrendar el éxito.

Yo pregunto: alguien conoce una novela de Herman Melville, que no sea Moby Dick? Sin mirar en ningún buscador de internet, claro. ¿Nadie? No me extraña. Yo tampoco sé ninguna. Esta es otra de las variantes de este fenómeno: la literatura abisal. El exceso de talento opaca el resto de la obra. Moby Dick es una novela tan brillante (que sí, que más de 1000 páginas, que sí) que las otras novelas de su autor parecen olvidables. También contamos con casos opuestos, claro. Robert L. Stevenson publicó La Isla del Tesoro y tres años después, El extraño caso del Dr Jekyll y Mr Hyde.

The Simpsons meet The Sopranos
Lost y Los Simpson son dos series de TV abisales. La primera tiene tres temporadas vertiginosas que abruman al espectador a base de recursos espectaculares - véase osos en islas tropicales, humos eléctricos -, sin embargo, la bajada de nivel en las tres siguientes es palpable. Llegando a un final ciertamente estrambótico que no dio el cierre ansiado por los seguidores. Difícil empresa, por otra parte. Hablemos de Los Simpson. No hay ningún aspecto de la vida del hombre occidental actual que no sea satirizado, desgranado y criticado por Homer y cía. Dicho de otra forma, no me fío de esas personas que dicen que no le encuentran la gracia en la serie. Porque es imposible, a no ser que tu alma esté hueca. El hipsterismo llega a niveles ridículos en ocasiones. Sin embargo, Los Simpson es una serie abisal por contraste. Sus doce primeras temporadas son genialidad en dosis de 20 minutos. Más geniales si cabe si realizamos la comparación con sus predecesoras. En Los Simpson sobran demasiadas temporadas.

En el cine nos encontramos con un fenómeno parecido. Minutos deslumbrantes que luego desembocan en hastío. Amagar para no dar.  Engatusar para desilusionar. Prometer para olvidar. Mucho lirili y poco larala.

Las películas abisales existen. Pero aquí no mencionaré trayectorias abisales. Sino casos concretos. Dos películas con inicios francamente brillantes pero que se diluyen.


Caso 1: Up (2009)
La historia de amor - muda - que tiene lugar en los primeros compases de esta película es emocionante, gloriosa, hermosa y necesaria. Si ese fragmento de la película fuera un cortometraje independiente, sería El Apartamento de los cortometrajes. Si las películas de animación son sólo para niños, que los adultos se queden con sus mediocridades en carne y hueso.

Una vida entera en pocos minutos. Una narración prodigiosa, plena de sensibilidad. Imagino a los creadores de esta secuencia como unos funambulistas.  Sería muy sencillo caer en lo fácil. Buscar la lágrima con recursos burdos y desgastados. Pero no. Hay un equilibrio perfecto. Perfecto es un buen adjetivo para definir esta maravilla del cine contemporáneo. Y no quiero ni hablar de la melodía que acompaña estos minutos porque no quiero emocionarme otra vez.

Lo que precede a esta secuencia está bien. Es buena película, ojo. Cualquier homenaje a Spencer Tracy es necesario. Pero nunca logra alcanzar el nivel de esos minutos mudos. Es imposible. También es injusto exigirlo. Up es una película muy recomendable. Pero también es abisal.

Caso 2 : Granujas de medio pelo (2000)
Woody Allen había firmado con Dreamworks ese año. Por lo tanto, debía suavizar sus conceptos. Adaptarlos para todos los públicos. ¿Consecuencia? Cierta mediocridad en comparación con sus magníficos 90 - exceptuando Alice (1990) y Sombras y niebla (1991). Desmontando a Harry (1997) es un buen ejemplo de un Allen desatado pero genial. Con Dreamworks, vimos una versión más light de su talento pero con momentos impagables por supuesto. Small Times Crooks - en inglés - es una película sobre un pobre diablo, más listillo que listo, que se rodea de un grupo variopinto de delincuentes como él para perpetrar un atraco. La idea es simple: abrir una tienda de galletas en el local contiguo a un banco para excavar un túnel en el sótano y así llegar los billetes. Es un homenaje sincero y maravilloso a Rufufú (1958), de Monicelli. La película dura 95 minutos, de los cuales 30, son comedia en estado de gracia.

En un descanso de la esperpéntica excavación, los lumbreras, que son cuatro, discuten sobre cómo repartir el botín con la mujer del personaje de Allen.

- ¿Qué tal si nosotros cobramos 1/4 y ella, digamos, 1/3?
- ¡Entonces ella cobraría más que nosotros!
- ¿Cómo lo sabes?
- Además, ¿de dónde sacas 4/4 y 1/3? ¿No sabes sumar?
- Mira, yo en quebrados no me meto.

Media hora que navega entre los "qué bueno" y los "puto Woody, ¡ha vuelto a hacerlo!" Luego llega otra película diferente sobre los nuevos ricos y el snobismo ilustrado. Con Hugh Grant. Con un mensaje latente de gran interés, pero pobre en la factura si tenemos en cuenta el primer tercio de la película.

Otro día hablaremos de las mujeres abisales.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Jasón sin argonautas

Caminaba yo por el acerado de una calle poco transitada un jueves tarde. En pleno centro de una ciudad que rima con Sevilla y es, efectivamente,Sevilla. Horario de invierno. Frío polar. Regresaba a mi hogar después de adquirir un ejemplar de una novela. De Hammett, Dashiell. Fui a lo seguro y compré el libro en una tienda de libros. Me gusta arriesgar. Pero hay momentos y momentos. Los libros, en las tiendas de libros. Estoy de acuerdo. Lógico, coherente, directo. Como debe ser.

Enfilaba el final de aquella calle poco transitada. De pronto, sin previo aviso salieron de un portal cuatro individuos de intimidatoria apariencia y chillona expresión. Todos encapuchados. Por el frío, pensé en primer momento. Pero no. Eran de ese tipo de personas pack. Sólo operan en grupo. Si se encuentran solos ante el peligro, primero palidecen, luego se tambalean y finalmente acaban perdiendo la verticalidad. Es un fenómeno físico comprobado y testado por las más brillantes mentes. O no.

El pack de encapuchados reparó en mi presencia. Empezaron a proferir gritos hacia alguien. Miré hacia atrás. Nadie. Era mi guerra. No estaba particularmente preparado, porque era jueves. Pero quería llegar a casa. Tenía que pasar entre aquellos individuos para lograrlo. Sobre la marcha, dí con el plan perfecto. Arriesgado tal vez. Pero era algo sólido.

Proyecté en mi mente L'arena de Ennio Morricone y me aproximé al portal donde los pandilleros aguardaban para hacer quién sabe qué. Pisaba con aplomo. Quería que vieran que mi apostura no se veía alterada en ningún momento. Pero mi plan falló. Intentar acelerar al pasar por su lado para evitarles y salir a la calle contigua no fue una buena idea. El escuadrón de la capucha cerró filas, haciendo imposible el paso. Noté que algunas persianas se alzaban y algunas ventanas se abrían. Oí algún "pobre muchacho, tan joven".
Tenía que recurrir al plan B.

Abrí la bolsa que llevaba en mi mano derecha. Soy mucho de llevar las bolsas en la mano derecha, pero no es momento de airear mis parafilias. Una vez abierta la bolsa introduje la mano izquierda en su interior y agarré la novela de Dashiell Hammett sacándola al exterior. Toda esta operación transcurrió en décimas de segundos. Menos incluso. "Atrás, insensatos", exclamé. "Tengo un libro". Alcé el ejemplar y los encapuchados comenzaron a retroceder. Algunos se taparon los ojos. Como si una luz les cegase. Otros silbaban en un tono muy de reptil endémico del Amazonas. Conforme les acercaba el libro, los encapuchados retrocedían mientras hacían poses que recordaban al Nosferatu de Murnau. Finalmente acabaron volviendo a la oscuridad - portal 15, creo recordar - de la que procedían.

Guardé el libro y me fui. Sin apenas darle importancia a mi hazaña, pese al vitoreo general de los vecinos.

domingo, 9 de diciembre de 2012

En la casa: El demiurgo perverso

El cine es entretenimiento. La mayoría de las películas cumplen este objetivo: las hay que son un buen entretenimiento y las hay que son todo lo contrario. Pero entretienen de igual modo. El entretenimiento es fundamental para entender el cine. Pero yo prefiero las películas que empiezan cuando acaba la proyección.

Uno de estos casos es En la casa.

El otro día fui a ver esta película. Una película francesa. Una película francesa en la que no había disparos ni explosiones espectaculares. Una película francesa en la que no había disparos ni explosiones espectaculares y que estaba en versión original subtitulada. Supongo que algunos virtuales lectores habrán huido despavoridos al leer esto. Normal por otra parte. Prosigo.

El profesor de Literatura de un lycée francés está hastiado por el escaso nivel narrativo de sus alumnos. Ninguna de las redacciones que corrige le satisface. De pronto, un oasis. Un tal Claude García, que se sienta   en la última fila, aparece entre las hojas amontonadas. Su redacción es prodigiosa. No es vulgar como el resto. Hay precisión, hay claridad de ideas, hay crítica, hay cinismo. Hay talento.

Este es el arranque de esta desasosegante película. No tenía referencias previas antes de sentarme la butaca.  Leí en algún sitio que era una comedia. Por los precedentes recientes del género en Francia (Salir del armario, Bienvenidos al Norte, Intocable) supuse que valdría el precio de la entrada. No era una comedia.

En los primeros compases de la película sí lo parece. Pero nada más lejos. Desde el minuto 1 hasta el 105, la película juega contigo. Te mece a su gusto. Te ríes cuando está estipulado. En tu rostro surge el asombro según está prevista en el guión. Nada falla. La línea entre realidad y ficción nunca fue tan exigua. Y todo aderezado por momentos pavorosos y mucha turbulencia.

¿Dramedia? Posiblemente. Es innegable pensar en Woody Allen cuando hablamos de esta película. La crítica al hipsterismo ilustrado - aún siendo anecdótica en la trama - tiene momentos brillantes a lo largo del metraje. El mundo del arte recibe por todas partes. Incluso nos encontramos con planos deliberadamente homenaje al director neoyorquino. Por algunas frases y algunos estilismos, el profesor de literatura y su mujer parecen Alvy Singer y Annie Hall veinte años después. Pareja de clase media, con inquietudes y altas nociones culturales y cierto grado excéntrico. Rectifico: peculiar. Excéntrico es un adjetivo propio de adinerados.

En la casa encontramos la vieja historia del maestro que ve en su alumno la posibilidad de cumplir los sueños que él no pudo alcanzar por falta de talento. La lucha entre el talento y la moral. ¿Debe el arte tener cortapisas? Instructor e instruido. El doctor Frankestein y su monstruo. Por momentos, el joven protagonista estremece a su antojo con una simple mirada en la sombra.

También encontramos mucho de La ventana indiscreta. Tanto de forma explícita en algún plano de la película, como de forma residual en el argumento. 

Si buscan la moralidad en el cine, no es su película. Esta es una película de ficción dentro de la cual existe un relato que no sabemos con precisión si es realidad o no. El espectador decide qué es verdad y qué no lo es.

¿Preparados para ser manipulados?

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Señor, ¿por qué me has abandonado?

Uno de los pasatiempos más entretenidos - y ciertamente sádicos - de ir en autobús es observar las carreras desesperadas y desaforadas de los virtuales usuarios, que no son reales porque el autobús se ha ido antes de que les diera tiempo siquiera a llegar. Cabe indicar que el goce es plenamente satisfactorio si el visionado de este hecho se produce mientras estás sentado. Es decir, si te encuentras parapetado entre un robusto señor que supera las 500 arrobas y una ancianita que se encuentra extrañamente cerca de ti, es complicado disfrutar de nada en esta vida.

Era un viaje de vuelta. Era tarde. De hecho, era lunes. Cualquier hora es tarde un lunes. Pasé el abono transportes por el lector electrónico y me senté. El autobús no arrancaba, la gente entraba a espuertas. Los muy bajitos no podían ver el techo del vehículo. Yo, sentado, recuerdo. Empezaron las primeras carreras. Los primeros tropiezos, los primeros gritos de "oiga, oiga", los primeros especímenes a destacar. No nos engañemos, hay gente que corre de forma muy estrafalaria. Los rare runners. Voy más allá, algunas personas que en su rutina son perfectamente respetables, cuando se va el autobús y les urge el viaje, comienzan a correr de tal forma que pierden toda dignidad posible. Y el autobús también.

El conductor miraba su reloj. Era un tipo recio, adusto. Miraba a cada pasajero que subía con gesto severo. Retador incluso. Si se llamara Matías - por ejemplo - la gente que le conoce le diría a la gente que no le conoce: "Oye, cuidado con Matías". No sería nada disparatado que llevara escondido en su asiento un Peacemaker. Por si acaso. Nunca se sabe.

El conductor al que llamo Matías - como también podría llamarle Malaquías o Clodoveo - miró su reloj por última vez. Era el momento de continuar el trayecto. Cerró las puertas y el motor comenzó a sonar. De pronto, en la lejanía, una figura se acercaba misteriosa. Se acercaba muy rápido. Una rapidez bizarra. Era una monja. ¿Han visto ustedes alguna vez a una sierva de Dios en pleno sprint? Yo no. A la monja parecía no importarle nada más en este mundo que alcanzar ese autobús. Tendrá una promesa con la Virgen del Carmen, pensé yo. Aquella carrera no era normal para un futbolista de primer nivel siquiera.

El autobús ya había recorrido unos cinco metros. La monja lo había logrado. Aminoró su marcha cuando vio que un semáforo en rojo le facilitaba las cosas. Se acercó a la puerta de entrada y dio dos golpecitos. El conductor al que llamo Matías pero podría ser cualquier otro nombre, giró la cabeza y la fulminó con la mirada. Un "no te montas porque ya he comenzado el trayecto y punto, aquí mando yo" de manual. Todos los pasajeros observábamos la escena impávidos. Paralizados. Homero habría escrito algún poema épico de verdad con esa conversación sin palabras. La monja replicó. Frunció el ceño. Todos los allí presentes entendimos su mensaje: "pero no ves que soy una monja y acabo de hacer de hacer una carrera que, prácticamente, es plusmarca católica". El conductor al que llamo Matías pero podría ser cualquier otro nombre volvió a girar la cabeza. Miró al frente, vio que el semáforo se tornaba en verde y volvió a mirar a la monja. De nuevo ni un sonido salió de su boca. Sólo arqueó las cejas burlonamente, como diciendo "¿dónde está tu Dios ahora, hermana?. Arrancó y dejó a la monja a cinco metros de la parada, con una expresión que reflejaba el título de esto que leen.

En aquel autobús no regía la ley de ningún dios. Se hacía lo que decía el conductor al que llamo Matías pero podría ser cualquier otro nombre.

sábado, 1 de diciembre de 2012

La vida de Pi o el breve regreso del cine de historias

Antes de comenzar a reflexionar sobre esta película, un aviso a navegantes:

No es un biopic del que fuera presidente de la Primera República española. Tampoco es una retrospectiva sobre la labor profesional de Filemón Pi. No.


Esta es una película sobre la necesidad urgente (pleonasmo) del hombre de creer. Más allá, es una película sobre la fe. Pero no subyace un fondo fundamentalista, ni mucho menos. Se habla de religiones, sí, pero no desde un punto de vista rígido y agrietado. Lo que yo creo sobre la fe está reflejado en este blog con anterioridad. Hablemos de la película.



En la promoción se menciona que los productores de Avatar han participado en la producción de la película. Este apunte ayuda a que las salas se llenen. Es una promesa de grandes efectos especiales, 3-D... Esto nos espera. Las carteleras se completarán progresivamente de videoclips de 100-120 minutos con frases. La muerte del cine, sin duda. Sin embargo, La vida de Pi se manifiesta como una pequeña gran esperanza para los románticos. Los efectos especiales son grandiosos. Pero no conforman el por qué de la historia. Son el cómo. De hecho, alguien tendría que ponerle un piso al encargado de la fotografía de esta película. Urgentemente además. Qué maestría. Sospecho profundamente que Monet estaría orgulloso de algunos planos de La vida de Pi.



Cuando me senté en la butaca del cine tenía mis dudas. Días atrás, me embelesó el tráiler. Nada más verlo, y exclamé: ¡Rudyard Kipling! Cuando se encendieron las luces de la sala, refuté que en parte, estaba en lo cierto. Es muy difícil no pensar en Mowgli al ver esta película. Por cierto, el protagonista debuta brillantemente como intérprete. Y de náufrago casi todo el metraje. También sale un tigre. Y muchos, muchos suricatos. O perros de las praderas. O Timón, el amigo de Pumba.


La vida de Pi es un buen ejemplo de cómo debería adaptarse elcine a los tiempos modernos. Primero la historia. Luego ver cómo se puede contar a través de los medios disponibles. Pero la historia primero. Un mal director puede hacer una gran película con un buen guión. Ni Wilder, ni Ford, ni Hitchcock se libraron de rodar bazofias basadas en guiones pésimos. El cine es un arte que se fundamenta en contar historias. Parece que la industria lo ha olvidado.



Presten especial atención a los últimos diez minutos de la película. Luego reflexionen. 





Vean esta película si son creyentes, vean esta película si no son creyentes pero les gustaría serlo, vean esta película si no son creyentes y ni ganas tienen de serlo. No la vean si esperan bailes al final tipo Bollywood. Esto no es Slumdog Millionaire.

Vean esta película si les gusta el cine, no las películas.