viernes, 21 de junio de 2013

Gandolfini, James

Escribo esto muy tarde. Demasiado. Pero lo escribo.

James Gandolfini murió hace unos días a los 51 años. Tan cruelmente joven que duele en el alma.

Si productoras como HBO hacen cine del bueno con sus series de televisión, Los Soprano es El Padrino. Y Vito Corleone es Tony Soprano. En el imaginario colectivo la figura de Brando con el gato y acariciándose en el mentón con gesto siciliano es el arquetipo definitivo de jefe de la mafia.
Yo discrepo. Marlon Brando es, quizá, el actor con más talento que se ha puesto delante de la pantalla. Quizá - seguramente - el más carismático. También creo que la interpretación de James Gandolfini como Tony Soprano está a su altura, si es que no la supera.

Los Soprano es un prodigiosa película que dura 86 horas. Decenas de personajes apabullantes aparecen en cada uno de los 86 capítulos que componen la serie. Apabullantes de verdad. Pero ninguno es como Tony Soprano. Ningún personaje de la historia de la televisión se le asemeja en grandiosidad y profundidad. Muy pocos de la historia del cine lo logran. Tony es único.

David Chase creó un personaje maravilloso. James Gandolfini lo hizo inmortal.

Ocurre algo extraordinario cuando disfrutas de las distintas temporadas de Los Soprano. Tony es un cabrón. Es machista, visceral, extremadamente violento, zafio. No quieres quererle. No debes quererle. Pero le quieres. Le idolatras. No te queda otra escapatoria. Tony es un cabrón, pero es leal, comprometido, asustadizo, amante de los patos, bondadoso incluso. Tony es tierno. Los ojos de James Gandolfini/Tony Soprano son tan tristes como los versos que Bécquer aseguraba poder escribir. 

Algunos dirán que Gandolfini era muy bueno en Los Soprano pero que en el cine hizo pocas cosas. Esta afirmación es absurda por inveraz. Pero aún así, creo firmemente que si no hizo películas al nivel de Los Soprano o más es porque nadie vivo puede llegar a tal nivel de excelencia actualmente. O si puede y está vivo, está demasiado mayor.

Los grandes actores son aquellos que hacen especial lo anodino. Nadie fumará como lo hacía Humphrey Bogart. Degustar un trozo de tarta es algo admirable cuando lo hace Christopher Waltz. Sólo Jack Lemmon puede hacer malabarismos culinarios con una raqueta de tenis y espaghettis y no parecer risible. Sólo Henry Fonda podía caminar como Henry Fonda. Nadie puede ir con una bata de estar por casa como James Gandolfini.

Hay un momento recurrente en Los Soprano. Siempre protagonizado por Gandolfini. Presente en muchos de los episodios de la serie. Tony baja las escaleras. Viste una camiseta de tirantas y unos calzoncillos king size. Por la mañana hizo sus labores. Tiene un rato hasta que vuelva a atender sus negocios. Posiblemente irá al Bada Bing. Seguro. Entra en la cocina. Coge un bol, vierte en él una porción de helado. Lo adereza con nata y culmina su especialidad con lacasitos. Se dirige al sofá. Muy posiblemente vista también una bata. Se sienta. Todo en penumbra. El descanso del guerrero. Enciende la televisión. Una de Gary Cooper. El ídolo de Tony. Se abstrae.

Por esos momentos amo profundamente a Tony Soprano, aunque no debiera. Por esa forma de devorar esa bomba hipercalórica, esa soledad, esos ojos tristes que observan con devoción a Gary en plena acción y esa mente que se pregunta por qué ese prototipo de hombre ya no existe. 

Son 86 horas de goce, disfrute y emoción. Se lo debo a todo el reparto, a los prodigiosos guionistas, al fantástico David Chase. Pero sobre todo a James Gandolfini. A él le debo mucho. Todo lo que estoy escribiendo es insuficiente. No puedo plasmar tanta devoción, tanto respeto, tanto cariño inusitado. No puedo. Mis intentos son fútiles. Pero debía hacerlo.

Mucha gente ha muerto sin que antes pueda darle las gracias por todo lo que ha hecho por mí, sin ellos saberlo. Podría hablar de muchos gigantes, pero sonaría demasiado pedante. Incluso para mí. Pero hoy hablo de Gandolfini.

 Y también debo decir algo antes de darle a Publicar:

Jimmy, cabrón, ¿por qué nos has dejado tan solos?



martes, 4 de junio de 2013

Matías y el fallo técnico

El 36 llegó puntual. Matías subió y comprobó gozoso, mientras pagaba el importe del viaje, que dos asientos a mitad del vehículo estaban libres. Se dirigió raudo hacia el final del autobús y ocupó los dos asientos. Matías no era un hombre grueso. El final de su espalda no era tan grande como para ocupar el espacio habilitado para dos individuos sanos. Matías llevaba una mochila. Llevaba un ordenador portátil en la misma. Un asiento para Matías y otro para el ordenador y su continente. 

Una vez sentado, Matías esperaba que la presencia de la mochila en el asiento contiguo ahuyentara a los usuarios deseosos de abandonar la verticalidad. Matías prefería sentarse solo. Esa era la verdad. ¿Misantropía? Quizá. O también era factible que su portátil fuera extremadamente delicado y necesitara un asiento para él. Son muchas las teorías probables y factibles. Servidor está en 1º de narrador omnisciente, pero no puede estar en todo, ustedes me disculparán. El caso es que se sentó solo e intento con aquella artimaña que su viaje transcurriera tal y cómo empezó.

En la primera parada hubo un momento de tensión. Un hombre que sudaba demasiado para ser las ocho de la mañana de un 17 de enero vaciló al llegar a la zona en la que Matías y su mochila estaban asentados. Pero fue una falsa alarma. El hombre pareció luchar por su vida durante algunos segundos y luego prosiguió.

Hasta tres paradas de alivio tuvo Matías. Tres victorias. Algunas holgadas, otras sobre la bocina. Pero victorias al fin y al cabo. Disfrutables, gozables, degustables.
.
Pero en la siguiente parada, la que hacía cuatro... Comenzó el horror. Matías vio a su némesis nada más entrar. Una señora que no cumplía los 56. Pelo cardado de un color sólo comparable con el caqui. Plusmarquista mundial en el uso de laca. Gafas aparentes y picudas. Una nariz que provocaría estremecimientos varios en Hansel y Gretel. Ojos vivarachos. Vestimenta ceñida de forma tan indebida que el Código Civil debería contemplar la punición. Cara de llamarse Lourdes.

Lourdes se detuvo al lado de Matías. Mascando un chicle de forma compulsiva. Como si lo fueran a prohibir. Como si no hubiera Dios ni mañana. Como si hubiera hecho una promesa. Como si un excéntrico millonario pagara un euro por mascada. Algo muy raro. Casi inhumano. Grotesco. Monstruoso. Lourdes.

"¿Puedo pasar, guapo?"

Todas las alarmas se encendieron. ¿Por qué a mí?, pensó Matías. 

Matías puso su media sonrisa de "pase usted, señora, aunque preferiría ir sentado al lado de un jabalí particularmente arisco". Antes, cogió su mochila, la colocó en su regazo y apartó las piernas para que Lourdes y su excesivo aroma pasaran al asiento de al lado. Faltaban dos paradas para llegar al destino. Sólo debía aguantar dos paradas la conversación irritante que Lourdes ofrecía. Y sus miradas picaronas de soslayo. Pero algo terrible sucedió. Un fallo técnico. A 500 metros de la última parada, Matías percibió horrorizado que una de las tiras que regulaban la altura de las asas de la mochila había quedado olvidada en el asiento en el que ahora se sentaba Lourdes. El pandero interminable de la susodicha aprisionaba la tira, la condenaba.

450 metros. Matías no podía dar un tirón de la mochila confiando en que la tira saldría. Era algo improcedente y no sabía si resultaría efectivo. Sobre todo pesaba el segundo factor en la decisión.

400 metros. Pensó en comentarle la situación, muy sucintamente, a Lourdes. Lo descartó. Lourdes era de esas mujeres que sólo necesitaban un poco de brisa para desatar un huracán. En este caso de estrógenos.

Se acercaba la parada de forma frenética. Matías sufría. Lourdes seguía a lo suyo, desplegando sus dotes seductoras. O al menos lo intentaba. 300 metros. ¿Cuántas atmósferas debía soportar aquella tira? 200 metros. No había solución. 150 metros. Lourdes no paraba de hablar. 100 metros. 50 metros. No había solución. El 36 llegó a la parada. Matías no veía el final de aquella pesadilla. Sí de su trayecto. Pero Lourdes no daba su brazo a torcer. Ni su culo a levantar.

Los más viejos del lugar dicen que Matías y Lourdes siguen en aquel autobús. La mochila, el ordenador y la tira también.