miércoles, 28 de agosto de 2013

Hacerse el guay puede matar: Las motos y las urgencias pubescentes.

Los 14 años es una edad compleja. Sobre todo si es verano, sobre todo si el primer amor empieza a gestarse. La etapa del mono loco es compleja y muy influyente en el asentamiento de la personalidad del joven individuo macho. La cantidad de hormonas que comienza a liberarse provoca que conceptos como el peligro se difuminen hasta casi desaparecer. Principalmente cuando la prioridad es relacionarse con chavalería femenina y el único objetivo que se plantea en el horizonte es palpar. Lo que sea. Palpar lo que sea. Ya habrá tiempo de ponerse exquisito. Palpar.

Juanito estaba secretamente enamorado de Juanita. Mejor dicho, Juanito ansiaba secretamente palpar a Juanita, en general. No había estrenado su expediente palpador aún. Como una de las principales cualidades que caracterizan a la edad del pavo es la tontuna, Juanito creía que era ahora - en ese verano, en esa semana - o nunca. Tarea compleja. Juanito veraneaba en un pueblo costero. Con sus tíos paternos. Hizo pandilla una vez seleccionó su objetivo: Juanita, oh Juanita.

Juanita tenía un grupito de amigas estándar. Eran cuatro: Juanita era la guapa, Belencita era la que sería la guapa si no estuviera Juanita, Carmelita era la avanzada que ya tenía un novio hacía tiempo - mayor que ella, por supuesto - y Ofelita era la fat girl con ciertos dejes hombrunos y tendencia al proteccionismo para con sus amigas. Gabriel Juan, el novio de Carmelita, era el enlace que facilitaba la normalización dela entrada de Juanito en el grupo. Juanito odiaba a Gabriel Juan.

Con el cortejo ya iniciado, un día Gabriel Juan propuso acudir a una playa ciertamente lejana. Urgía el empleo de medios de transporte. La madre de Juanita ofreció su coche. El coche de la madre de Juanita era amplio. Lo suficiente para que tanto el grupo de amigas como Gabriel Juan y Juanito cupieran en él. Pero Gabriel Juan trajo su moto. A Juanito no le gustaban las motos. Les tenía auténtico pavor. Además, odiaba a Gabriel Juan y sabía que el muy cabrón intentaría hacer del viaje una situación no cómoda. Más bien todo lo contrario. Aún así, pensó absurdamente que montar en moto era algo guay que le haría ganar puntos con Juanita. Obviamente, Juanito ignoraba que hacerse el guay puede matar.

Gabriel Juan era un cafre. Juanito era tonto. La moto corría mucho. Mala combinación. Lideraban la comitiva. Es decir, Juanita veía a Juanito en la moto. Por lo tanto, y por mucho que corriera Gabriel Juan - que corrió y mucho - Juanito evitó agarrarse al piloto por temor a parecer débil. Juanito estaba en esa edad en la que la posibilidad de palpar una forma femenina - ¡cualquiera! - era más importante que conservar la vida.

Gabriel Juan aceleraba, el camino era empedrado. Juanito perdió una chancla. Seguía sin asirse al cafre motorista. Perdió la otra chancla. Él no podía pedir "por favor" que Gabriel Juan frenara. Eso nunca. Juanito vio que su final estaba cerca. Su afán por palpar iba a costarle la existencia. Juanita cada vez valía menos la pena. En lo que él pensaba eran sus últimos pensamientos mientras Gabriel Juan aceleraba y aceleraba, fantaseaba con las bondades de los confortables asientos del coche de lamadre de Juanita. Habría estado incluso dispuesto a sentarse al lado de Ofelita, a pesar de que olía muy fuerte. Pero de pronto, cuando todo estaba perdido, incluso la toalla que acababa de escaparse de sus manos, el milagro ocurrió.

El sonido de los benditos cláxones de la madre de Juanita hizo que la moto parara y Juanito pudiera bajar. Juanito se quemó el gemelo izquierdo con el tubo de escape al tocar tierra antes de besar el suelo.

Juanito palpó pasados los días. Palpó poco, pero palpó. La quemadura del gemelo le escoció durante algunos días. Pero aprendió una valiosa lección. Aprendió que hacerse el guay puede matar.

Juanito tardó ocho años en volver a montar en moto. Estuvo cinco minutos de reloj aferrado al piloto una vez llegado al destino. Por si acaso.

viernes, 16 de agosto de 2013

El gatito feo

Había una vez un bar. Con sus parroquianos pintorescos. Un bar normal, con su correspondiente baño en el que la salubridad no es bien recibida ni se le espera. Con sus intensos debates estériles pero profundos sobre cómo acabar con la crisis: "¿Es mejor estrangular o lapidar a políticos y banqueros?" "Un buen lapidamiento... y fuera tonterías" "No hombre, no. El estrangulamiento es más limpio". Un bar; lo que es un bar.

Un bar normal, salvo por un detalle. En las puertas de los bares suelen quedarse atados los perros de algunos clientes. Una parada rápida en pleno paseo de la criatura y a seguir. En el bar que nos ocupa encontramos perros en la puerta. Unos grandes, otros pequeños, unos ladradores, otros mordedores. Perros, en general. Pero uno destaca. Destaca mucho. Destaca tanto que merece la posteridad. Es un caso único en el mundo. Es maravilloso, es espectacular: es un perro que quiere ser gato.

Es tan simple como la frase que precede al inicio de este párrafo. Es un perro pequeño, no tanto para llevarlo en brazos, pero pequeño. De color blanco, ojos poco expresivos, nombre desconocido. Le llamaremos Sinno a partir de ahora. Sinno, aparentemente, es un perro normal. Pero cuando abre la boca, enseña los dientes y toma aire de los pulmones presto para ladrar... Sinno no ladra. Sinno maúlla. Es difícil de creer, pero la realidad es tozuda. El perro maúlla. Es tal la similitud con el sonido gatuno que no es posible que se trate de un ladrido de baja intensidad y cierto amaneramiento; no. Sinno maúlla. Sinno es un gato atrapado en el cuerpo de un perro. 

Querido dueño de Sinno:
Si lees este documento no te hagas el loco. No puede haber otro perro igual y lo sabes. Oye su lamento. Comprende su angustia. Atiende a tu perro, hombre. Gato, mejor gato. Él se siente gato.



martes, 13 de agosto de 2013

Cuando la decoración no tiene vocación

Mi cuarto tiene cuatro paredes. Es así de particular. Dentro de esas cuatro paredes hay de todo: una cama con su correspondiente almohada, un armario con muchas camisetas y algún pantalon, multitud de zapatillas deportivas desperdigadas por el suelo, más zapatillas deportivas colocadas torpemente en un zapatero, una ventana que da a una estupida arboleda, estantes habitados por pocos discos - pero escogidos - , algunos libros - siempre son pocos - y películas en DVD, ropa en una silla, ropa en una mesa, ropa en el suelo, ropa colgada en la puerta, un ciervo pastando libre; lo que es la habitación estándar de un veintiañero sano.

Quedan más detalles. Entre ellos un póster. Pero nunca incluiría ese póster en la descripción de mi cuarto, incluso si mi vida dependiera de ello. Porque sería mentir como un bellaco. Como un bellaco particularmente mentiroso. El póster en cuestión es un insurrecto. Lo compré hace un par de meses. Salí satisfecho de la tienda. El motivo del póster era la película de Kubrick ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú. Tal que así. Es un póster apaisado, con cierta rotundidad, se ve al entrar en la habitación. Se vería, mejor dicho. Pero no se ve porque nunca se queda pegado a la pared. Nunca es nunca. La primera vez que lo vi en el suelo pensé en la casualidad. A la vez que hacía 39 en un mes, sospeché del vudú.

El póster va de guay. Es un póster, sí, pero es prepotente. Da igual cuantas tiras de cinta adhesiva de doble capa compre en el chino establecimiento oriental del barrio. El póster siempre acaba en el suelo. El mito de Prometeo revisado. Yo soy Prometeo, el póster es el águila; en vez del hígado, me come la paciencia, los nervios, la salud mental; la vida en general. Una noche, en el colmo del sadismo más repulsivo, se despegó de la pared precipitando sobre mí. Estaba durmiendo. El desconcierto de esos primeros instantes fue bastante perturbador.

Son varias las preguntas que se plantean respecto a este asunto:
1) ¿Son los pósters autosuficientes?
2) ¿Debería cambiar de marca de cinta adhesiva de doble capa?
3) ¿Por qué agosto es tan aburrido y provoca que escriba esta pamplina?