lunes, 27 de mayo de 2013

El médico pragmático: Breve relato crítico con el sistema sanitario en particular y con la vida en general

Con los análisis en la mano se dirigió a la consulta del médico.

Había sentido molestias gástricas una semana atrás. El doctor Gromenaguer sugirió que sería pertinente realizar unas pruebas para averiguar si existía algún tipo de intolerancia alimentaria. Y así lo hizo.

El análisis era caro. Pero incluía un elevado número de alimentos. Se cerraba el círculo. Los culpables de las molestias saldrían a la luz.

Una vez con los análisis en su poder, procedió a examinarlos como si hubiera estudiado 10 años. Términos raros adornaban el papel. No entendía nada. Eran dos páginas y la primera estaba, prácticamente, en checoslovaco. Fue a por la segunda página y encontró claridad. Una lista de veinte alimentos y cifras. Junto a cada alimento, un máximo de 5 y la cifra real que su cuerpo podía tolerar. Sobre 5, claro. Todo era normal hasta que llegó al pulpo. 8/5. Le gustaba mucho el pulpo pero, vistos los análisis, parecía obvio que no era recomendable que los probara de nuevo.

Con los análisis en la mano se dirigió a la consulta del médico.

Esperaba que el médico, con su carrera terminada, sus conocimientos asentados y sus 40 años ejerciendo la profesión arrojara algo de luz al asunto. Eso esperaba.

Llegó a la consulta. Aguardó en la sala de espera. Quince minutos. 

"Pase usted".

 Otros 5 minutos de espera en el despacho del doctor.

"Hola, buenos días, perdón por el retraso". 

Se produce la entrega de los análisis. Impaciencia. El doctor lee y relee durante varios minutos que parecen lustros. Al final, sentencia:

"Usted no puede volver a comer pulpo. Tiene 8 sobre 5, ¿eh? Buenas tardes".

Puerta que se cierra. Cara de pánfilo.

martes, 21 de mayo de 2013

Microcuento: Sentido del humor

Y entonces le hice la broma de "¿qué le dice un pez chico a un pez grande?" a aquella monja y ni una sonrisa, oye.

domingo, 12 de mayo de 2013

Goofy no es trigo limpio

Goofy es una especie de perro humanoide que anda y habla. Tiene una risa característica y muy, muy grotesca: algo así. Muy desagradable, antinatural incluso.

Sin paños calientes. Yo odio a Goofy. Mis motivos tengo.

Hace algunos años, visité Disneyland Paris. Fue una estancia óptima, agradable, provechosa. Al menos los tres primeros días. El miércoles de esa - a posteriori - infausta semana comenzó de manera feliz. Me levanté de la cama de un salto certero. Cabe resaltar que cuando estás en Disneyland, tienes 10 años y no eres un personaje de Tim Burton, sueles empezar los días con un vigor extraordinario. Desayuné con tranquilidad. Los desayunos franceses merecen tiempo, dedicación y alabanzas perennes. Entre la puesta a punto del resto de mi familia y la hora de acudir al parque restaba media hora que había que rellenar de algún modo. Opté por coger un pequeño balón adquirido el día anterior - quizá fuera el anterior a aquel - y jugar durante un rato con un vecino de hotel. Fuimos al jardín y estuvimos peloteando durante un cuarto de hora. Todo transcurría con meridiana normalidad.

Hasta que llegó él.

Un Goofy de dos metros y pico, el Goofy oficial de Disneyland Paris; el San Pedro del goofismo en Francia. Hizo un par de monerías a unos niños que correteaban a su alrededor. Después dirigió sus pasos hacia el jardín pero súbitamente giró sobre sus talones y entró en el hotel. 

No me ilusionó especialmente ver a Goofy. Llevaba dos días viéndolo. Sí me sorprendió ese cambio de rumbo tan radical. Le urgiría usar el baño, pensé. Seguí jugando a la pelota.

Cinco minutos después de entrar en el hotel, Goofy salía del mismo acompañado por un trabajador del hotel. Caminaban hacia nuestra posición con paso firme. El hombre que no llevaba un traje grotesco realizaba aspavientos mientras nos señalaba con el dedo. Mi compañero de juegos era francamente malo con el balón en los pies pero no lo veía como razón suficiente para que le echaran una bronca. Pobre chaval. Además en francés.

Una vez se acercaron a nuestra posición ajardinada, comenzó el disparate. El trabajador del hotel empezó a señalar el jardín y a espetarnos varios "sauvages" como si no hubiera un mañana. Goofy, también conocido en este punto como el chivato, estaba en segundo plano observando cómo su perro de presa nos requisaba el balón. En su postura se divisaba cierta ufanía, como diciendo "con Goofy no se juega". 

Pero no se quedó ahí. Goofy no consideró que la humillación de aquel miércoles fuera suficiente para saciar su truculento afán por arruinar inocencias. No. Tenía preparado algo peor. Esperó dos días. Aguardó el momento justo, el muy hijo de mil padres. Dejó que la magia de Disney atribulará mi mente infantil e hiciera que postergara el mal recuerdo del jardín de dos días antes. Entonces atacó. Asestó su golpe definitivo.

Ese viernes era el último día de nuestra estancia en París. Momento idóneo para hacer las últimas fotos con los personajes del parque. Recuerdo que vi a lo lejos al Capitán Garfio. Me acerqué, al igual que otros imberbes muchachos. Me coloqué para la instantánea. De pronto, de no se sabe dónde, apareció el bastardo de paletas separadas y risa esperpéntica. A mi izquierda una hermosa muchacha que a duras penas superaba la veintena sonreía esperando a que se hiciera la foto. Goofy, sibilino y reptiliano como siempre, se aproximó a mi posición y me desplazó con esa mano enguantada enorme y blanca. Se colocó cerca de la chica y se hizo la foto. Tuve que volver a posicionarme cerca del Capitán Garfio de nuevo, no sin antes asegurarme de que ninguna joven y bella muchacha despertara la libido de aquel sátiro con aspecto perruno.

Nunca más volví a ver a Goofy.

No soy amigo de la violencia. No es muy limpia, deja manchas. Pero con él haría una excepción.