domingo, 16 de febrero de 2014

Madrugar es el mal

Suponiendo que Dios exista (y es mucho suponer) encontramos dos opciones muy definidas sobre su naturaleza. Sólo dos. O es cruel o es incompetente. No hay más. E incluso puede que sea completito y aúne los dos conceptos. Una mezcla ponderada de Sid, el niño sádico de Toy Story, y el Inspector Closeau (Peter Sellers, por supuesto). 

Nos centramos en la crueldad para hablar de uno de las creaciones más diabólicas del de barbas: madrugar. Lo de las plagas bíblicas estuvo feo, la Inquisición sobraba un poco, pero, ¿madrugar? Hay que ser cabrón.

Prefiero decirle a Vlad el empalador  en sus mismos bigotes que eso no es empalar ni es nada antes que madrugar. La consecuencia de esta provocación sería un rato de sufrimiento; madrugar es una condena eterna. Ya sea por la falta de costumbre y el consecuente shock que el organismo poco adaptado padece o por lo absurdo e incomprensible de la práctica, en mi último madrugón pasaron cosas extrañas.

Corría el año 2007. La hora era indecente. No me gusta el café, así que supongo que no era persona. O eso dicen. Era menos persona que normalmente, se entiende. No llevaba recorridos ni 200 metros cuando pasé por una plaza de forma triangular. El sol no había salido aún, sólo se asomaba levemente. Como cotilleando. En la plaza, un hombre, definitivamente de ascendencia asiática, realizaba Tai Chi. Lo que yo creo que es Tai Chi. Siendo sincero, no sé ni si está bien escrito. Apenas pasaban coches, por lo que la música espiritual que sonaba en el radio cassette de José Luis (ese será su nombre) se escuchaba de forma aceptable. Vestía un pijama (eso era un pijama y punto) de un tono comprendido entre el blanco y el amarillo. Más blanco que amarillo. Durante unos instantes observé a José Luis en su tarea. Daba cierta paz. Súbitamente el sol dijo hola, qué tal. Pepelu apagó la música, saludó al astro y emprendió la recogida. En pleno saludo, unos chavales pasaron por su lado y realizaron algún comentario que no alcancé a oír. Este hombre que hacía Tai Chi sólo unos segundos antes empezó a vociferar en un perfecto castellano "Te vas a reír de tu madre la coja, bastardo". Y más cosas que por virulentas y, por qué no decirlo, por falta de memoria, no puedo reproducir. Incluso aunque hagas Tai Chi, madrugar agria el carácter.

Después del arranque de ira de José Luis proseguí mi camino. En el césped de un bloque de pisos había tres gatos. Uno negro, muy rolliz, apostado sobre sus patas traseras, de espaldas a mí. Miraba hacia los otros dos. Otro, más bien de color pardo, parecía tener problemas a la hora de subirse en el lomo de un tercero (más bien tercera). O eso o estaban practicando la danza del amor gatuno. Me inclinó por lo segundo. El gato pardo también. La actitud de los dos primeros no me habría hecho parar mis pasos. No he desarrollado esa filia aún. Lo que destruyó mi realidad e hizo que asimilara que madrugando sólo se ven cosas propias de una pesadilla de Terry Gilliam fue el proceder del gato negro. Todo fue muy bizarro. Mientras los otros dos llevaban a cabo sus asuntos, el gato negro parecía supervisar el acto en sí. Si veía que algo se hacía mal, emitía un gruñido como diciendo "No hombre, no, así no se hace. No me jodas que esto lo hemos ensayado mil veces". El gato negro era el profesor, el gato montador era el alumno. Todo encajaba. El que supervisaba estaba de buen año, de contundencia robusta. Se le veía ajado por los años. El gato pardo era más ágil, más dicharachero. No diré que el gato negro llevaba una libreta para apuntar los errores y luego evaluar porque es una locura. Pero que eso era un examen sexual felino no lo pongo en duda en  absoluto.

Madrugar afecta a todos. Para muy mal.