sábado, 9 de mayo de 2015

Hablemos de amor, hablemos de fútbol, hablemos de Messi

Hace algunos días me encontraba inmerso en un coloquio futbolístico (en un bar). De pronto surgió un tema muy manido, pero que siempre causa controversia: la doble militancia. Es decir, ser del equipo de tu ciudad y tener simpatía por Barça o Madrid. Sobre la segunda parte del concepto hubo una voz que se alzó con tono autoritario afirmando "por mí que pierdan los dos, es más, si van en el mismo avión y se estrellan, mejor". Pelín radical. Otro afirmaba contundente "no hay nada más cateto que ser del Barça o el Madrid antes que del equipo de tu ciudad". Ahí quedó la cosa, entre asentimientos y algún "¿quién pide la penúltima?".

Bien. Yo soy bético. Tengo esa suerte. El amor es inexplicable, ya sea en cualquiera de sus formas. Incluso en los peores días, en los más oscuros; soy del Betis. El verbo ser pocas veces tiene más sentido, lo interesante y profundo del concepto: la pertenencia, lo absurdo de razonar un sentimiento, de llevarlo al plano objetivo, de hacerlo material, de cuantificarlo porque así se comprende más, de convertir algo puro en algo prosaico. Se es y punto. 

En términos amorosos, el Betis es como una madre. El amor más puro existente. Pase lo que pase, un lazo eterno. Pero yo no soy Seymour Skinner, no me quedo atrapado en sus faldas. Yo exploro, disfruto, vivo. Ese es el principal problema. Hay un porcentaje elevado de autoproclamados amantes del fútbol (en España) que sólo ven los partidos de su equipo. Como alardear de ser un gourmet comiendo exclusivamente canelones. Están muy ricos, pero te pierdes el mundo. También hay otro tanto por ciento de la población futbolera que es de su equipo (digamos natural) y también simpatiza con Barça o Madrid. Pero esa simpatía suele nacer del odio/resquemor/antipatía que le genera el otro. Y eso no está bonito. Eso no es fútbol. Es política (en los más de los casos). No hay nada menos bonito que la política. Y yo he venido a hablar de amor.

Me confieso: simpatizo con el FC Barcelona. Es un amor futbolístico fraguado muy lentamente. Es un amor reverencial, agradecido. Los inicios fueron duros. Recuerdo la final de Copa del 97. Bernabéu. Figo. Pizzi. Una derrota muy cruel. También recuerdo al leñador Alfonso (Qué bonito, qué bonito...) talando aquel tronco - en todos los aspectos - que era Winston Bogarde. Aquellos eran tiempos de inestabilidad en Can Barça. De Christanvales, de Rochembacks, de Petits. Años complicados, sin duda. Entonces llegó él. Era feo. Muy feo. Cuando sonreía era aún más feo. Pero siempre sonreía. En todo momento. Se llamaba Ronaldinho y venía de campeonar con Brasil en Japón. Una anomalía empezó a cambiarlo todo. El Sevilla acudía al Camp Nou en un horario inusual, las doce de la noche. Ronaldinho arrancó en campo propio. Habiendo recibido del portero, avanzó, sorteó a dos jugadores y desde lejísimos, con un punterazo en seco, metió un golazo apabullante; por la calidad, por la potencia, - y para qué engañarnos - por el rival. Un gol con mucha nocturnidad y más alevosía aún, el inicio del show. Luego llegó Davids y Ronaldinho comenzó a lucir más. Cada partido era un lujo ver lo que hacía y, sobre todo, cómo lo hacía. Con Eto'o, Giuly, Deco y compañía sublimó su talento. Fueron dos temporadas al máximo nivel. Recital tras recital. Inventando regates domingo tras domingo, siempre sonriendo. Estaba seguro de que nunca vería a un futbolista con tanto talento. Aunque me equivocaba. Con Ronaldinho empezó la atracción. El amor llegó después.

Hablaban mucho de él. Los medios. Del argentino de la cantera, del bajito tan callado. El enésimo nuevo Maradona. Como Saviola. También el nuevo Pelé jugaba en el Madrid aquel 2005. Siempre hay que vender periódicos, en pack, con su correspondiente ración de humo.

Marcó su primer gol al Albacete, a pase de su padrino, Ronaldinho. Un muy buen gol, pero nada especial. Sonó mucho una posible cesión al Cádiz. Sólo rumores. En el Gamper de ese mismo año el rival era la Juve de Ibra, Thuram, Nedved, Camoranesi, Buffon, Del Piero. Empezó titular. Es el tipo de torneo óptimo para dar a conocer a las promesas de la cantera. Internadas explosivas, gambetas, desesperación del rival, velocidad, regate ineludible, exasperación del rival. Fabio Capello claudicó ante aquel chaval argentino al que alabó de forma casi obscena (aunque muy merecida) durante la rueda de prensa posterior al partido. Fue la presentación oficial de Leo Messi.

Con Messi llegó el amor. Si hubiera sido escultor en la Italia barroca habría sido Bernini. Si hubiera sido guitarrista americano en los 60 habría sido Hendrix. Si fuera político cínico e incompetente en nuestros días sería Rajoy. El mejor de todos. Si el Betis es mi madre, el Barça de Messi es el amor de mi vida. Me gusta el Barça porque ahí juega Messi. Porque no recuerdo cuantas veces me he echado las manos a la cabeza (literalmente) tras cada obra de arte que acaba en las redes, cuantas veces le he interpelado "¿por qué eres tan bueno?". Porque desarrollé tardíamente mi afición por el baloncesto y no pude disfrutar al Jordan de los Bulls, porque por edad no pude ver boxear en directo a Ali. Porque quiero tener nietos sólo para contarles que vi jugar al gran Messi. Porque tengo la sensación, tras cada slalom, cada caño, cada amago múltiple en la frontal y rosquita al palo largo, cada pase imposible que yo no puedo dibujar (ni siquiera imaginar) ni viendo el partido desde casa, de que soy muy afortunado por poder ver a este tío cada partido siendo el mejor. Porque a cada golazo que marca, estoy un rato delante de Twitter pensando que puedo decir que sea ingenioso y veraz, pero es casi imposible. Porque es el asesino de adjetivos más prolífico. Porque siempre vuelve al lugar del crimen. Porque es la perfección futbolística concentrada en un 1'69. Porque no ha ganado un Mundial, pero Borges nunca ganó el Nobel, ni Cary Grant el Oscar. Porque me hace feliz cada vez que le veo jugar.

Por eso me gusta el Barça, por eso amo a Messi.

Pero cada uno en su casa.