miércoles, 2 de diciembre de 2015

El rozar de nunca acabar

He de admitir que en lo que a mí respecta el compromiso, en materia sentimental, es un informar de la voluntad de uno mismo de adquirir una vivienda con verbo y sustantivo juntos y una consonante cambiada.

No es un problema de poca madurez. No, no lo es. Es una carencia total, absoluta, pantagruélica, dantescamente desoladora de madurez. Madurez emocional, aclaro. Prácticamente ya no desayuno galletas de dinosaurios. Sólo los días pares. 

Era una mujer de esas que dicen "señorita, por favor" ruborizándose porque la señorean debido a su edad. No diré su edad numérica porque no la sé. Pero no es menos cierto que por su apariencia bien podría haber presenciado la meteórica trayectoria presidencial. Aquel día el autobus - ¿otra vez? - rebosaba. De una manera no hiperbólica. Estar allí dentro invitaba a reflexionar seriamente sobre aquel pensamiento de ese maestro del pragmatismo que es Dwight K. Schrute sobre lo necesario de una plaga. Efectivamente, había mucha gente.

En aquella tesitura agreste e inhóspita agarrar una barra para no perder el equilibrio era un mero qutomatismo inútil. Físicamente era imposible caerse al suelo. No había centímetro cuadrado sin ocupar. Ortega Lara lo hubiera considerado agobiante. Sin embargo, por costumbre, me agarré. El autobus arrancó.

La mujer estaba a mi lado. Asida a la misma barra, partícipe también de aquella farsa. El resto de manos allí agarradas respetaba en la medida de lo posible e espacio personal. Todos sabemos que en un medio público la realidad es diferente, que cualquier roce, especialmente en la mano es motivo de alarma, de peligro real, de daño, de apocalipsis. Si el roce ocurre de manera fortuita, se reacciona de manera exagerada. Pero si el roce se regulariza, si el roce deja el cepillo de dientes en el cuarto de baño de tu confort, el drama es de William Wyler.

El primer roce lo tomé como algo casual. Nada importante.  

Con el segundo esbocé una sonrisa que decía "hay que ver cómo se mueve este autobus hoy, vaya conductor tenemos, qué alocado.... NO ME TOQUES MÁS."

El tercero duró más de un segundo, y un segundo en esa situación se multiplica, de una forma parecida al Palacio del Espacio y el Tiempo donde entrena Goku. También se multiplicó el agobio. Había pasajeros que empezaban a llorar de la impotencia.

Llegó el cuarto como llegan todas las desgracias; esperando que nunca lleguen. Dada la frecuencia de contacto, no era una locura pensar que mucha gente habría ejecutado la danza horizontal - o vertical - del amor con menor rozamiento.

En el quinto asumí que me encontraba en la relación afectiva más duradera y próspera de toda mi vida.

Por supuesto llegó el sexto. ¿Y el séptimo? Hombre, y tanto. ¿Un octavo te parecería abusivo? ¡Pues menos que el noveno!

La boda es en mayo de 2016.