lunes, 29 de mayo de 2017

Después de Totti

Eduardo Galeano era un señor uruguayo que escribía libros y era brillante. Escribió mucho - y siempre excelentemente - sobre fútbol. Tenía 10 años cuando Alcides Ghiggia mandó callar a 200.000 brasileños. Eso no se olvida. Solía decir que el fútbol se parecía a la idea de Dios en la devoción que le tienen los creyentes y la desconfianza que le tienen muchos intelectuales. Le gustaba esa semajanza entre fútbol y religión. Sostenía que el fútbol era la única religión sin ateos. También defendía que en su vida, un hombre puede cambiar de mujer, de partido político, de religión... Pero no puede cambiar jamás de equipo de fútbol. Galeano, como siempre, tiene razón.
Cierto es que el sentimiento romántico del que habla Galeano se desvanece en cuanto la profesionalización entra en juego. Y es normal. Como en cualquier ámbito laboral; si te pagan más en otro sitio, no es reprochable irse. Por eso ayer, cuando me encontré, por pura casualidad, con las imágenes de la retirada de Francesco Totti, pensé que algo grave acababa de ocurrir. Y no me refiero a que después de 25 años dejara el equipo de toda su vida. Ni a que en ese momento pensara en los Balones de Oro y Champions League que tendría si hubiera jugado en equipos más potentes. Y no me refiero a que la posición de mediapunta esté oficialmente extinguida. Ni a que me viera aplastado por una ola de nostalgia al recordar la Roma campeona del Scudetto en 2001 y a los Delvecchio, Cafú, Montella, Nakata, Emerson, Batistuta, Lupatelli... Tampoco me refiero a que es una pena que un futbolista de esa dimensión, de esa calidad, de ese carisma se retire. Lo que realmente me abrumó es que el romanticismo en el fútbol ha muerto. El último romántico ha dicho basta.
En la última década, en pleno canto de cisne de las estrellas que hicieron grande el fútbol en los 90 y 00, ha ido apareciendo una subespecie de "aficionado" al fútbol que (quiero creer que no) se ha asentado. Conformada por aquellos que no les gusta el fútbol. No les interesa lo más mínimo. Incluso, por sus modos, parece que lo desprecian. No son capaces de disfrutar de un partido si no juega su equipo. Mejor dicho, si no gana su equipo. Y eso es muy triste. Y muy surrealista porque no hay nada más etimológicamente incorrecto. Algunos de ellos (ni siquiera los más brillantes) ocupan horas de radio y televisión y páginas de periódicos cada día en medios nacionales. Se dedican a cualquier cosa excepto hablar de fútbol. Han deformado el concepto rivalidad y lo han hecho suyo con perversas intenciones.
La afición de la Lazio rindió pleitesía a Totti. Ellos sí saben qué es la rivalidad. Ellos sí saben qué es el fútbol. Curioso
Nos dejas solos, Totti. Pero qué bien nos lo hiciste pasar.

miércoles, 10 de mayo de 2017

El gusto es tuyo

Joaquín Miranda era banderillero de Juan Belmonte. Después de la guerra ocupó el cargo de gobernador civil de Huelva. Un día le preguntaron cómo se podía pasar de una cosa a otra. "¿Cómo va a ser? Degenerando", respondió.
Y precisamente degenerando llegué en Youtube a un vídeo titulado 73 Preguntas. Se las hacían a una youtuber, parece ser que bastante célebre en su mundillo, que se definió en una de sus primeras respuestas.
- ¿Qué inventarías?
- Una máquina contra la injusticia.
Pura poesía de lo absurdo y pretendidamente concienciado socialmente. Ya existe, pensarán muchos, pistola se llama. Tan vacío era el discurso que me quedé pegado. Cada imbecilidad superaba a la anterior, y ya era muy imbécil cada una. Me estoy calentando. El caso es que una de las preguntas demandaba que la protagonista se definiera en tres palabras. Dijo leal y otras dos igual de originales. Entonces pensé en cómo me definiría yo. Y me rendí enseguida.
Me rendí porque es absurdo encorsetarse, que se lo digan a Vivien Leigh.
Pero le estuve dando vueltas. Un día haciendo limpieza encontré una agenda del curso 99/00. Echando un vistazo por curiosidad reparé en una frase demoledora: "¡Día memorable! He sacado un 7 en Matemáticas." Dice mucho de mí. De lo hostiable que es un niño de 10 años que dice "memorable", concretamente.
Y seguí pensando en cómo me definiría. Dicen que tus amigos te definen. Puede ser. Pero creo que te definen más tus gustos. No los más generales, es decir, el antimadridismo no te define porque es una cuestión de sentido común. Tus gustos te definen. Las películas, los articulistas, las canciones, los libros, los programas de tv (si en este apartado piensas en alguno de la pública te define pero mucho), los cómicos...
Pensé mucho, largo y tendido - la mayor parte del tiempo - sobre el asunto. Hoy he leído que Les Luthiers han sido premiados con el Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades. Creo que los gustos te definen. Yo pondría que Les Luthiers me maravillan en mi DNI. Soy lo que Daniel Rabinovich ha hecho de mí. Dicho de otra forma, no te conozco pero si te gusta Les Luthiers me fío de ti. Te respeto. Te admiro. Joder, te quiero.

lunes, 3 de abril de 2017

Homer debe morir

Ocurre que muchas veces no saludas por la calle a gente que conoces. Aún habiéndolos identificado perfectamente. Puede ser a causa de muchos motivos. En mi caso el 80% de las veces se debe a pura misantropía, nada personal. El restante 20% obedece a un imperativo psicológico: tengo interiorizado que a esa persona no se le saluda por algún motivo que no recuerdo en el momento pero que debe ser de peso. Mi subconsciente ordena, yo ejecuto. Quiero decir, si él sabe (estoy humanizando a mi subconsciente, por cierto) el motivo, yo confío. A veces pasa que un día al cruzarme con alguien y automáticamente no saludar empiezo a preguntarme por qué. Y a veces lo recuerdo. Me pasó el otro día algo parecido con Los Simpson.
Dejé de ver Los Simpson hace un par de años. Sólo ponían capítulos nuevos en la tele y como los capítulos nuevos son lamentables opté por, con todo el dolor de mi fervor simpsoniano, separar nuestros camino. Literalmente me dolía ver lo que veía y, sobre todo, compararlo con los clásicos.
Pillé el final de un capítulo. Un refrito en el que se anunciaba nueva temporada con una canción que decía algo así como "Los Simpson nunca acabarán", acompañada con posibles situaciones que se verían en el futuro, como una Marge robot. Bien, seamos claros: los Simpson deberían haber finalizado al final de la temporada 10. Y esto es impepinable. Bien es cierto que voces más extremistas dicen que incluso antes (temporada 8-9). Pero no comparto. Sigamos. A lo largo de las temporadas 11 y 12 se produjo un retroceso cualitativo bastante importante. Y de ahí a la temporada 28 (actualmente en emisión) la debacle se ha ido consumando progresivamente. Es entendible que el fan medio de la serie discrepe, incluso que estentóreamente se oponga a esta afirmación. Pero es por culpa de lo que podríamos denominar el síndrome Bill Murray en la nieve con Andie McDowell. En esa maravilla atemporal - en todos los sentidos - llamada Atrapado en el tiempo hay una secuencia en la que Bill (Phil) intenta enamorar a Andie (Rita) a toda costa. Recaba toda la información que puede sobre ella gracias al bucle en el que está prisionero y casi lo logra. En esa ocasión en la que más cerca estuvo se produjo un momento ciertamente romántico en la nieve: ambos tropiezan entre risas, caen al suelo y la magia se palpa. En los siguientes días intenta forzar la misma situación de nuevo, pero el momento ya pasó. Donde antes había magia ahora hay incomodidad. No fluye nada, es una tarea compleja como pellizcar a un delfín. Algo parecido le pasa a estos simpsonistas. Están enamorados del recuerdo de los buenos tiempos, asocian lo amarillo a la excelencia. Y, lamentablemente, como dijo el poeta, lo que pasó, pasó. ¿Quiere decir que no se puedan encontrar momentos graciosos en un capítulo de la decimonovena temporada, por ejemplo? Claro que no. Pero del mismo modo que también los hay en un capítulo de Los Serrano o de La que se Avecina. En una entrevista hablando del humor de Krahe dijo Sabina que había una diferencia entre un chiste barato (sobre "mariquitas" por poner un ejemplo de ese humor de calidad) cualquiera de una serie, obra de teatro o programa de tv y un verso de Krahe: te puedes reír con ambos, pero con Krahe te sientes más inteligente y con el otro más primario, más burdo. Pues eso mismo.
Los Simpson no es una serie de humor. Durante 10 temporadas fue mucho más. Fue - es - el creador de la réplica anticapitalista definitiva ("tendrá mucho dinero, pero hay algo que nunca podrá comprar: un dinosaurio"), es responsable del alegato anti-Trump definitivo varios años antes de que llegara a la Casa Blanca (NO A LA 24), es un providencial propiciador cinefílico (servidor vio El Resplandor, Alguien voló sobre el nido del cuco o El planeta de los simios a partir de Los Simpson), es la solución a nuestras dudas metafísicas (nunca vendas tu alma, y menos a Milhouse),  es un tratado filosófico (dos mendigos están bajo un puente, se hacen cosquillas el uno al otro con plumas mientras dicen "¿quién necesita dinero teniendo plumas?"), es un estudio antropológico (Kang le dice a Kodos en el capítulo especial de Halloween en el que una invasión alienígena es repelida por un Moe armado con una tabla con un clavo incorporado: "un día crearán una tabla con un clavo tan gordo que los destruirá a todos"), es un magnífico e insuperable engrasador de conversaciones ("como aquel capítulo en el que Lisa..."), es la vida hecha familia amarilla. Y por eso, y por muchas cosas más, tuvo que acabar hace, como mínimo, 18 temporadas.
Lo digo porque yo soy lo que Homer J. Simpson ha hecho de mí. Tengo licencia moral. Son casi 20 años dedicando una hora de mi vida a esta serie. Pido un final digno para la que fue la mejor serie de todos los tiempos. Por todos los simpsonistas, por Troy McCLure, por el Dr Marvin Monroe, por Murphy "Encías Sangrantes", por Rasca y Pica, por las bromas telefónicas de Bart a Moe, por los mocasines saltarines con la piel de dos mastines, porque el aliento del gato de Ralph huele a comida de gato, porque nuclear se dice nucelar, porque a la grande la llamamos Mordiscos, porque nadie piensa en los niños, porque no conquistas nada con una ensalada,y sobre todo porque nos manifestaremos como hicimos ayer,porque la fábrica es suya pero nuestro el poder.
Los Simpson ya no son Los Simpson. Por eso Homer debió morir hace mucho tiempo. Ese chicle ya no tiene sabor. Merece un final digno por tantas horas de entretenimiento y felicidad. Me voy a ver por nonagésimo séptima vez "El flameado de Moe". ¿De qué temporada es? ¿De la 22? No, de la 3. Que, por cierto, es la mejor de toda la serie, pero ese es otro tema.

domingo, 12 de marzo de 2017

Manuel Jabois y la sonrisa de Cecilia

Manuel Jabois es mala persona.
Lo es sin duda. Lo es porque cada vez que escribe me hace sentir aún más mediocre de lo que soy juntando letras. Que ya es bastante de por sí. Hace unos días escribió una (merecidísima) loa a Warren Beatty y a Faye Dunaway después del archiconocido incidente de los Oscar. La sonrisa de Bonnie tiene por título. Es una maravilla. Si uno es cinéfilo lo disfruta. Si además de cinéfilo tiene cierta querencia al Hollywood Dorado es un regalo de cumpleaños. Podría desmenuzar su contenido pero no le haría justicia. Además, ya puestos a osar, osaré a lo grande y hablaré de la sonrisa de Cecilia.
Hablemos de La Rosa Púrpura del Cairo. No diré aquello tan manido de "A partir de aquí spoilers" porque de alguna forma subrepticia es deducible que, diciendo que no lo voy a decir pero a la vez formulándolo, va implícito que, efectivamente, los habrá, y como pirámides me atrevo a decir. No me atrevo a decir que La Rosa Púrpura del Cairo es la mejor película de Woody Allen. Pero sí es su mejor final, o como poco, el más emotivo; ya es decir bastante.
Cecilia está llegando a las puertas del cine. Está devastada. Absolutamente rota. Lo está por culpa de tres hombres. Monk, su marido, es un vago borracho (o viceversa) que se gasta el dinero que su mujer trae a casa apostando con sus amigotes, que le es infiel por sistema y que la maltrata físicamente de forma eventual aduciendo que es por su bien. Un hijo de puta de manual. Monk es uno de los tres hombres por los que Cecilia está pagando una entrada con una maleta y un ukelele
"He conocido a un hombre maravilloso. No es real pero no puedes tenerlo todo". Esto dice Cecilia de Tom Baxter, otro de los tres hombres por los que está sentándose en su butaca mientras acomoda sus pertenencias entre lágrimas. Tom Baxter es el protagonista de "La Rosa Púrpura del Cairo", la película en la que Cecilia se refugia una y otra vez porque su vida parece odiarla. Tantas veces va al cine que Tom se enamora de ella y sale de la pantalla.
El tercero de los hombres culpables de que Cecilia esté viendo una película desconsoladamente desconsolada es Gil Sheperd. Es el actor que da a vida a Tom Baxter. Acude al pueblo de Cecilia porque la espantada de su creación ha originado un peligroso precedente y el resto de Tom Baxter de otros cines también han huido de sus respectivas pantallas - ocasionando un perjuicio económico importante para Gil. Cecilia se encuentra con Gil y es encantador. Incluso duda con quién debería quedarse: Tom o Gil. Se produce una confrontación entre ambos. Tom dice a Cecilia que la quiere. Que es sincero, una persona en la que se puede confiar, valiente, romántico y que besa muy bien. "Y yo soy real", replica Gil.
Cecilia decide poner los pies en la tierra. Rechaza a Tom - que vuelve a la película -, decide fugarse con Gil, pero antes debe ir a casa a recoger sus cosas y ver a Monk por última vez. Cecilia abandona la casa. Monk le grita que volverá, que el mundo real podrá con ella, que puede que tarde una hora o una semana, pero volverá. Pero Cecilia es feliz. Ha dejado atrás a un hombre monstruoso y le espera uno maravilloso. Cecilia es feliz.
Cecilia llega al cine, donde debería estar él. Pero él, Gil Sheperd, famoso actor, no está. Está en un avión. "La Rosa Púrpura del Cairo" ha sido retirada por los productores. Cecilia piensa en las palabras de Monk. Piensa que volverá más cerca de la hora que de la semana. Piensa en lo miserable que seguirá siendo su vida. Piensa, mientras camina por la calle con una maleta y un ukelele, en Tom, en cómo le rechazo porque no podía ser verdad que estuviera enamorado de ella, porque a ella nunca podría pasarle algo tan bonito, tan puro. Piensa en que se equivocó eligiendo a Gil. En todo eso pienso cuando vuelve a pasar por la puerta del cine. "Sombrero de copa". Entra.
El hijo de puta de su marido tenía razón. La vida real pudo con ella. Cecilia no tiene consuelo. Pero empieza la película. Fred Astaire y Ginger Rogers, los dos vestidos de gala, bailan y cantan Cheek to cheek en un fastuoso salón. Cecilia, cuya vida es un páramo yermo, que ha perdido la oportunidad de ser feliz, observa con los ojos como platos. Su gesto empieza a cambiar. De pronto, sonríe. No es una sonrisa exuberante. Es la sonrisa de Cecilia, sólo eso.
Qué hostiable me hace esto que voy a escribir ahora, pero qué bonito es el cine.

martes, 21 de febrero de 2017

Supervolcán

Un supervolcán no es un volcán con capa. No lo es. Más bien hablamos de supervolcán cuando nos referimos a zonas vastas de terreno que se originan cuando un volcán revienta vivo (creo que es el término más apropiado) y colapsa; se derrumba y como resultado queda un gran cráter aderezado con géiseres y ácido sulfúrico, entre otras cosas que suenan a plan ideal para un viernes noche. Un sindiós.
¿Un ejemplo de supervolcán? El parque de Yellowstone. Hace unos meses dos hermanos se desviaron de la ruta marcada por el parque para visitantes. Transitando una zona peligrosa, y con razón prohibida, uno de los hermanos resbaló y cayó en una fuente termal. Como resultado se disolvió. El chico se disolvió. Irónicamente los hermanos buscaban un lugar para darse un baño. No me puedo imaginar -ocurió en noviembre - el frío que tenía que hacer en Yellowstone.
La existencia de cráteres hasta ariba de ácido sulfúrico es sólo una consecuencia. Un supervolcán no conoce. Un supervolcán cuando superentra en supererupción no conoce a nadie. Puede provocar un invierno nuclear, así, calmadamente, un lunes cualquiera. Los datos son elocuentes. En mayo de 1883 el Krakatoa dijo hasta aquí hemos llegado. La mayor de las explosiones liberó 200 megatones, o eso dice Wikipedia, lo cual equivale a 10.000 veces la potencia de la bomba atómica de Hiroshima. Un supervolcán puede llegar a multiplicar por 50 la energía desatada por la Krakatoa. ¿De acuerdo? Hace 75.000 años un supervolcán se arrancó en lo que hoy es territorio americano por Raffaella Carrá. Justo al terminar de decir "expló" rocas llegaron a alguna parte de lo que hoy es Europa.
En cualquier momento un supervolcán puede ponerse nervioso.
Pues sabiendo todo esto, mi principal preocupación ahora mismo en la vida es que tengo partido en media hora y no encuentro la bota derecha.

domingo, 12 de febrero de 2017

El señor del gel

Creo que era martes aquella tarde en la que un hombre desnudo de mediana de edad me tocó en el hombro.
Por una concatenación multitudinaria de planetas me encontraba en el vestuario de un gimnasio. Guardaba mis cosas en la taquila 329 cuando noté un leve contacto en el hombro. Lo que me encontré al dar la vuelta era digno de describir concienzudamente, procedo: era un señor  de no menos de 55 años tan desnudo como podía, velludo como para sobrevivir un invierno en Sebastopol, no muy alto, no muy bajo, estaba algo azorado por las temperaturas tropicales que se alcanzan en los vestuarios de gimnasio y - hasta aquí todo medianamente normal - portaba un bote de gel de baño de un litro.
Ver ese cúmulo de factores tan súbitamente fue complejo de asimilar. Podría haber vivido sin tener que asimilar esa visión. ¿Has leído el Ulises, de Joyce? No, pero lo quiero tachar de mi lista próximamente. ¿Has paseado por Greenwich Village a media tarde en octubre escuchando la version de Billie Holiday de Let's call the whole thing off? Ciertamente no, pero supongo que debe ser una experiencia magnífica. ¿Has interactuado alguna vez con un señor de mediana edad totalmente desnudo con un bote de gel de baño de un litro en el vestuario de un gimnasio una tarde de martes? Sí, y no repetiría.
El caso es que me giré y allí estaba. Intenté normalizar aquella situación tan marciana con una media sonrisa y un leve arqueo de cejas que dijera "¿qué desea?, pero tápese antes".
¿Es tuyo este bote de gel? - preguntó.
No lo era. Respondí que no. Entonces explicó que después de ducharse se lo había encontrado en una ducha huérfana. No era el qué, era el cómo. Lo explicaba de tal forma que parecía que el bote de gel de baño era un niño recién nacido. Su tono desprendía un reproche para aquel individuo que osó dejar abandonado aquello en una ducha. Estaba realmente serio, convincente más allá de que, efectivamente, no escondía nada a la imaginación. Era absurdo pero qué buena defensa hizo aquel señor desvestido sobre por qué no hay que dejar botes de gel de baño de un litro olvidados a su suerte.
Por otra parte, también pensé en una posibilidad tremendamente remota. ¿Y si el tipo me estaba poniendo a prueba? ¿Y si el bote era suyo y quería calibrar - en una voluntad desproporcionadamente excéntrica, propia de un lunático - mi bonhomía, es decir, si sería capaz de apropiarme de un bote de gel de baño ajeno? O quizá fuera un detective tremendamente vocacional que amaba su trabajo sobremanera. Muchas teorías se me agolparon. Incluso, ¿y si era una especie de hada disfrazada de señor desnudo que me quería dar algún tipo de lección grotesca relacionada con productos de higiene personal?
Todo esto lo pensé durante los 15 segundos que duró la escena al completo. Al segundo 16 al darme cuenta que llevaba hablando 15 segundos con un señor desnudo con un bote de champú en la mano tomé la sabia decisión de abandonar el vestuario, aún sabiendo que nunca sabría de quién era aquel bote de gel de baño. No se puede tener todo

domingo, 5 de febrero de 2017

Persecución vetusta

Guardé el dvd de El diablo sobre ruedas, me enchaqueté y bajé a la calle.
Tenía que ir a un sitio relativamente lejano pero iba con tiempo. Decidí pasear. Cavilaba sobre la película. Cavilaba sobre lo a gusto que se quedaría el traductor del título de la película en español. Cavilaba sobre el (brillante) homenaje que le hizo Damián Szifrón en Relatos Salvajes. Cavilaba sobre los villanos del cine de Spielberg, sobre cómo con némesis como un camión cisterna desatado, un tiburón blanco prácticamente prehistórico o máquinas extraterrestres del tamaño de bloques de pisos de VPO, el más monstruoso de todos era un austriaco con barriga llamado Amon Goeth. Cavilaba sobre lo bueno que es - era, será - Spielberg, lo crucial que es para el cine de los últimos 40 años y, sin embargo, que hizo una película con un caballo como protagonista. Cavilaba sobre si "cavilaba sobre" está correctamente dicho. Cavilaba, que no es poco.
Rebuscaba en el móvil la mejor forma para ilustrar musicalmente mi camino cuando ocurrió. Un leve toque por detrás. Lo suficiente para que mi tobillo derecho se sobresaltara todo lo que un tobillo derecho es capaz de sobresaltarse. Giréme y vi al tocante: un señor de no menos de 85 años, ataviado con una boina de paño, con una carestía dental plena y sentado en un carrito motorizado. Iba envuelto en los acordes de Shining Star así que al voltear no pude escuchar lo que me dijo el anciano. Por su gestualidad intuí que habría dicho algo tremendamente descacharrante para disculparse y confirmé que, efectivamente, tenía las mismas piezas dentales que una codorniz adulta. Me dediqué a esbozar un amago de sonrisa, hacer un gesto con la mano y - en un tono seguramente mayor del habitual - emitir un "no pasa nada" bastante académico.
Reanudé el camino. Calculaba los metros que me separaban del semáforo para testar mi maltrecho tobillo cuando reparé en que el anciano motorizado seguía detrás de mí. Llegué  al semáforo. Seguía detrás de mí. Cada vez que echaba la vista atrás ahí estaba. Lo más inquietante es que mantenía esa sonrisa fantasma. Cómica también, no lo negaré, pero inquietante. Constantemente estaba alzando la mano derecha, como llamando la atención de alguien. Asumí que sería un señor muy popular en el barrio, quizá por su conducción temeraria. No le presté más atención al asunto.
Al menos no en ese momento. Como esa ruta en concreto es habitual en mi cotidianidad opté por alterarla un poco. Callejeé. El anciano seguía inasequible al desaliento (signifique lo que signifique). Empezaba a resultar evidente que aquello era una persecución. A cada vistazo aquella boca parecía más la de un dementor. ¿Cómo se agarra uno el alma para que no se la roben? La molestia en mi tobillo había aumentado. No podía imprimir a mi caminata un ritmo mayor. La angustia empezó a invadirme. ¿Y si era su modus operandi? ¿Y si primero te daba un golpe "sin querer" para lastrar tu ritmo y luego, cuando estabas exhausto, te contaba su experiencia como cristalero duante 40 años en Trebujena?
Me aguantaba el ritmo bastante sobrado. Parecía entrenado. Eran ya 15 minutos de casualidad. Muchos me parecieron, muchos eran. Miré el horario del autobús de la línea 47 y comprobé que tenía que hacer algo o me daría caza. Recurrí a un anudamiento ficticio de mi zapatilla derecha para permitir que me adelantara y así liberarme. No aprovechó el impasse que le proporcioné. Es más, se paró a mi altura. Me temí lo peor. El anciano paró el motor de vehículo. Me tocó en el hombro. Levanté la mirada temeroso. Por una décima de segundo juraría que se encontraba a mi lado el mismísimo Immortan Joe. Vencido, me quité los auriculares.
- Me parece que no me escuchaste antes- dijo él.

N.B.
Antes era hace ¡23! minutos.

El panorama cambió. Evidentemente la persecución tenía un por qué. Lo que me había dicho debía ser sumamente importante. De repente me pareció un hombre sabio. Un profeta incluso. Un asceta quizá. Podría ser que en un acto de magnanimidad decidiera, en compensación por ese golpe fortuito, revelarme el sentido último de la vida. O que fuera mi yo del futuro y que, en un homenaje a Regreso al ídem, quisiera entregarme un calendario con los resultados deportivos de los próximos 30 años para que me hiciera millonario con las apuestas. No me cuadró mucho esa teoría en concreto porque yo no soy muy partidario de esos estampados para una boina, pero todo podía pasar. Le respondí.
- Lo siento, estaba con los auriculares puestos. Dígame.
La expectativa se había disparado.¿Qué me querría decir? Era el momento. Mi vida podía cambiar. O no. Más bien no.
- Te pregunté si eras del Betis.
Me desconcertó. Quizá fuera un filtro. La prueba de la verdad. "Sólo el penitente pasará". Sería tremendamente poético que sólo quisiera premiar ad eternum a un bético. Le confirmé que lo era.
- Pues si lo sé te doy más fuerte (risas desdentadas) porque yo soy sevillista (más risas, igual de desdentadas).

Y se fue.