jueves, 16 de julio de 2020

De la ubicuidad de la cultura popular, subconscientes traicioneros, Fritz Lang y pop flamenco

Que la cultura popular nos rodea no es ningún descubrimiento. Ocupa un espectro tan amplio de la vida que resulta lógico. Todo es cultura popular, prácticamente. No sólo nos rodea sino que está integrada en nuestro inconsciente a niveles rayanos en lo ridículo. A este absurdo se le suma un superpoder que tengo, que no sirve absolutamente para nada y que consiste en que conozco las letras de demasiadas canciones de todo tipo. Absurdez supina. Y sobre esa absurdez...

Hace un par de días visioné - los pedantes no vemos, visionamos- una película de Fritz Lang de 1937, protagonizada por Henry Fonda y Sylvia Sidney, cuyo título diré luego. Es la segunda película americana de Lang, que no es poco. La primera fue Furia, con Spencer Tracy, que no sólo era magistral sino que inició ese tríptico sobre el hombre contra los prejuicios de la sociedad al que se le añade la película cuyo título aún no he desvelado y You and me (1938). La película de título desconocido es una de las primeras aproximaciones a ese género que ya en los 40 se asentaría, se convertiría en el favorito de muchos - y de las generaciones que vendrían - y que pondría de relieve la obra y el estilo de escritores como Hammett, Chandler o Cain: el cine negro. Género en el cual, por cierto, el propio Lang haría joyas ulteriores como La mujer del cuadro (1944), Perversidad (1945) o Los sobornados (1953). De Lang se podrían decir muchas cosas. Un pionero del cine, un creador de formas que ha influido en decenas de directores en el último siglo y en el actual, un autor capaz de adaptarse a las producciones faraónicas (Metrópolis, 1927) o proyectos más sencillos (como la película que nos ocupa de título próximamente desvelado)  con igual maestría. Un dato: Luis Buñuel, a efectos prácticos un genio del arte del siglo XX, sólo pidió un autógrafo ensu vida y fue a Fritz Lang.

El caso es que vi la película. Me maravilló. Me hizo pensar. Hizo que volviese a recordar que John Ford tenía toda la razón del mundo cuando dijo que el cine era Henry Fonda caminando. Sin embargo, toda esta satisfacción se esfumó cuando recordé que el título de la película era Sólo se vive una vez. En ese momento ya no pude pensar en la crueldad con la que el fatum castigó al personaje de Fonda. En ese momento resultaba imposible que me deleitase recordando la tremenda y brumosa escena en el patio de la cárcel. Nada de eso. Mi cerebro había dado Play sin yo consentirlo y ya sólo podía escuchar: 

Apaga el televisor,
enciende tu transistor
y siente unas cosquillitas por los pies.
Prepárate pa bailar
y cuenta luego hasta tres:
One, two, three, ¡caramba!

jueves, 7 de mayo de 2020

21 motivos musicales (ni 20 ni 22) para no emprender la vía psicótica y acercarse a la felicidad durante al menos dos minutos

Todo funciona en esta canción. Tiene un único defecto siendo minuciosos: llega un momento, hacia el final, en el que acaba.

La Declaración de Independencia de los Estados Unidos tiene una particularidad brillante. Comienza garantizando los tres principales derechos del ser humano. No es ésta la particularidad. Los dos primeros son el derecho a la vida y el derecho a la libertad. Bien, estándar, apropiado, sin complicarse, nadie replicaría. Lo brillante viene en el tercero; derecho a la búsqueda de la felicidad. Todos los ciudadanos merecen por ley ser felices. Yo habría añadido el derecho a decir “que te jodan”. A una ex pareja, como en la canción, o al que sea que lo merezca. Es una necesidad consustancial al género humano, una forma de liberación emocional que si no nos acerca a la felicidad -que muchas veces sí- tampoco nos aleja. Y ya si es en forma de canción y tienes la voz de Cee Lo Green, mejor. Bruno Mars lo sabía, por eso compuso esta canción y se la cedió a la mitad de Gnarls Barkley, que la incluyó en The Lady Killer (2010). Mención especial al traje rosa. Posiblemente sea el único ser humano al que le quede bien.

Quejarse es un arte. No cualquier queja es válida. El mal quejoso siempre es repudiado aunque tenga razón. Incluso a veces uno se alegra de lo que aqueja al quejoso por lo mal que se queja. El Kanka se queja que da gusto. Y con fundamento. Si el médico te dice que pongas en entredicho la verdad más verdadera, lo mínimo es quejarse. Tan bien le salió esta queja que fue el título de su primer disco.
Incluso si estás crucificado por un delito que no has cometido hay motivos para mirar el lado bonito de la vida. Dicen que Eric Idle canturreaba esta canción -que él se inventó- en los descansos del rodaje de la escena final de La vida de Brian. Gustó a todos y se quedó. Lo que en principio fue un cierre inesperado para la película, pasó a ser un éxito incontestable y finalmente llegó a ser un himno 100%  Monty Python de la alegría de vivir.

Wild Cherry sacó sus cuatro discos entre 1976 y 1979. Lo mejor de todos ellos es esta canción. Plena vorágine de la música funk en los 70, con James Brown como deidad absoluta y merecida. Wild Cherry era una banda de rock. Tocaban en 2001 Club una noche cuando en una pausa entre canciones alguien gritó. “Play some funky music, white boy!”. Rob Parissi, el vocalista, tomó nota. Compuso la canción y el resultado es esta virguería que se te adhiere a las meninges desde los primeros compases. Y no se va nunca.

Una de las muchísimas virtudes de las películas de Guardianes de la Galaxia es el uso de clásicos pop para acentuar la conexión de Peter Quill con su madre, y ya de paso elevar los niveles de molar a niveles raramente alcanzados antes. Cuando pensábamos que el Awesome Mix Vol. 1 era prácticamente insuperable, llegó el Awesome Mix Vol. 2 en la segunda parte y se mantuvo la grandiosidad musical. Tan identificable es el buen gusto del director, James Gunn y su equipo, que en la aparición de los guardianes en la pantagruélica Infinity War -dirigida por los hermanos Russo- lo primero que destaca no es ninguna de las otras fortalezas de sus películas, como la acción o el humor, sino la música. The Rubberband Man es un clásico instantáneo desde el primer segundo.

7. Johnny B. Goode - Chuck Berry, Bruce Springsteen & The E Street Band
Chuck Berry no fue el primero, pero seguramente fue el mejor. Johnny B. Goode es su Capilla Sixtina. La historia de un chaval de Louisiana que nunca aprendió a leer o escribir demasiado bien, pero que tocaba la guitarra de la misma forma que tocaba un timbre. En esta actuación que nos ocupa tenía 69 años. La mirada, entre la fascinación y la incredulidad, que le dedica Bruce Springsteen -uno de sus apóstoles- en los primeros momentos de la canción nos representa a todos.

El 21 de julio de 1969 Neil Armstrong y Buzz Aldrin, por ese orden, pisaron la superficie lunar. Michael Collins, el tercero en discordia, se quedó con las ganas. Este hecho supuso un enorme impacto para la sociedad. Afectó en todos los ámbitos de la vida. También en la música. Ese mismo año David Bowie sacó Space Oddity. Tres años más tarde Elton John estrenó Honky Chateau. Dentro de este disco está Rocketman. Otra genialidad de la dupla Elton John/Bernie Taupin. Una de las canciones favoritas del que está escribiendo estas líneas. Tan buena es que dio título al prodigioso y descarnado biopic que protagonizó Taron Egerton. Como bonus track una actuación de Elton John disfrazado de Pato Donald en Central Park cantando Your Song.  

Life Aquatic es una película-homenaje a Jacques Cousteau dirigida por Wes Anderson y protagonizada por Bill Murray. Bastante rara. Bastante única. Bastante buena. Uno de los secundarios es un guitarrista brasileño que continuamente versiona canciones de David Bowie en portugués. La escena final comienza con Steven Zissou, el personaje de Bill Murray, vestido de gala con un gorro rojo sentado en una escalera. Aparece un niño vestido de tirolés. Steven sube el niño a sus hombros. Empieza a andar, a cámara lenta, mientras empieza a sonar Queen Bitch, de Bowie. Enlaza con los créditos finales en los que aparece la tripulación del Belafonte, que se va sumando, uno a uno, a Steven y al niño en un travelling largo. Es una maravilla de broche final.

En 1983 la Motown cumplía 25 años. Se grabó un especial de televisión. Por allí desfiló lo más destacable de la música negra contemporánea, es decir, lo más destacable de la música contemporánea: Temptations, Four Tops, Marvin Gaye, Smokey Robinson o Diana Ross & the Supremes. Y los Jackson 5. Incluido Michael . Cuatro años antes había sacado Off the Wall, que muy posiblemente sea el mejor disco de la historia del pop. Esa noche actuó con sus hermanos. Un medley con casi todos sus éxitos, que no son pocos. Cuando la última canción acabó Michael dijo que le gustaban las antiguas canciones, pero también las nuevas. Un año antes había salido esa catedral que es Thriller al mercado. Michael Jackson iba de negro. Calcetines brillantes. Igual que un guante. Sólo uno. Se pone un fedora y se coloca en posición. Empieza a sonar la entrada de Billie Jean. La gente se vuelve loca mientras MJ comienza un contoneo hipnótico. Esa noche hizo por primera vez el moonwalk. Esa noche cambió el mundo del entretenimiento. Y el mundo a secas.

Soul Train era un programa musical que se emitió en Estados Unidos durante 35 años. Lo presentaba Don Cornelius que era un señor muy trajeado, que en los 70 lucía un afro portentoso y cuya voz parecía venir del interior de un gruta. Por allí pasaba la absoluta élite musical , particularmente durante los 70. En 1973 se pasó por allí Stevie Wonder. El primer Stevie Wonder, el que aún no conocía ni las túnicas ni los ponchos ni las trenzas. Antes de actuar estuvo glorioso en la entrevista diciendo que no se le daba muy bien, por lo que fuese, escribir autógrafos. Era la época de Superstition. Pocos seres humanos a lo largo de la historia han logrado generar ese grado de asombro. Stevie Wonder es la respuesta a muchas preguntas. Un tío que se pone “Maravilla” de nombre artístico y le queda bien. Y luego está el baile de los presentes en el vídeo. Contorsiones inimaginables, almacenamiento y exposición de flow a niveles radioactivos. Son los negros diciéndole a los blancos “ya nos sabe mal pero esto no lo podéis hacer vosotros”.

A mediados de los 60 Bob Dylan electrificó su guitarra y aparcó la armónica. Para dar ese paso al rock se acompañó de una banda canadiense que era tan buena que se llamaba The Band. En 1976 se separaron y Scorsese hizo un documental de su último concierto. El documental es The Last Waltz e incluye, entre otras piezas gloriosas, Ophelia. Tocar mejor en directo es una empresa complicada, casi como pellizcar un cristal. Canta el batería, Levon Helm, que a efectos prácticos es el talento  musical hecho señor con barba.

En 1967 se publicó The 4 Seasons Present Frankie Valli Solo. Y efectivamente era Frankie Valli cantando solo. Se incluyó en el disco esta canción escrita a cuatro manos por Bob Gaudio y Bob Crewe. La canción es sobradamente conocida. Es redonda, es un regalo. Un amigo de servidor sostiene que es la canción que salvaría si se produjese una catástrofe digital y todas las copias musicales de la historia se borrasen sin remedio. Es posible que el amigo sea yo.

Al menos a tres de las chicas que rodean a Frankie Valli en esta actuación no les importaría demasiado estar en otro sitio en ese momento, eso también debe decirse.

Pongamos que el alma existe. Pongamos que por el mero hecho de nacer se te asigna una. Y que logras vivir una larga vida sin sucumbir y vendérsela a Milhouse por 5 dólares. Y que mueres y tu alma abandona tu cuerpo. Y que llega a algún tipo de oficina celestial. Y que se evalúan tus hechos, tus virtudes, tus errores. Y que si todo va bien entras en una zona vip en la que serás feliz toda la vida. Supongamos que pasas el examen y te llevan a una puerta cuyo marco es inalcanzable a la vista y cuyos goznes tienen el tamaño del faro de Chipiona. Supongamos que hay un señor custodiando esa puerta, un señor aseado con buena presencia, barba presentable.  Supongamos también que el señor de la puerta te da a elegir una canción que sonará mientras entres. Pues yo elegiría September, de Earth, Wind & Fire con Maurice White como cantante, por supuesto.

Si por alguna razón no tuvieran September, elegiría ésta.

En 1965 Otis Redding, leyenda del soul, vuelve a casa después de una larga gira. No queda satisfecho con el recibimiento que le prodiga su esposa y escribe esta canción en la que pide respeto. En 1967 Aretha Franklin, titánide del soul, hace su propia versión de la canción para el disco I never loved a man the way i  love you. Todo cambia. Las mismas palabras adquieren verdadero sentido cuando ella las canta. Aretha representa a todo un colectivo que sí que merece un respeto que no tiene. Nace un himno.

John Lennon compuso I Am the Walrus. Una canción bastante lisérgica dentro de ese discazo que es Magical Mistery Tour (1967). Una especie de homenaje a la morsa de Alicia en el País de las Maravillas. El videoclip no tiene desperdicio. En 1998 George Martin, conocido como “El quinto Beatle” produce un disco recopilatorio de canciones de los Beatles con la participación de actores como Robin Williams o Sean Connery. La versión de la canción que nos ocupa es de Jim Carrey y es -no tan- sorprendentemente excelsa.

Quizá la única pega visible y notoria de Will Smith sea su amistad con Pablo Motos. Esta canción te gusta aunque no la hayas escuchado aún. 

Concierto de Jamiroquai en Verona. Llueve. “The rain can’t stop the party”. Empieza a sonar Little L. Una canción que incluye palmadas, por cierto. Las canciones en las que hay palmadas nos unen como comunidad. Por eso a tanta gente le gusta Friends. La cantidad de groove que se exhibe en esta canción resulta impúdica. Gran responsable de este sortilegio es este hombre con penacho indio en la cabeza. Su nombre es Jay Kay. Un momento, ¿acabas de descubrir que Jamiroquai es un grupo y no el nombre artístico del cantante? No pasa nada, todos hemos pasado por ahí. 

Carpool Karaoke es un sección gloriosa de The Late Late Show with James Corden. James Corden se monta en un coche con un cantante o un grupo y van intercalando canciones propias en una entrevista. Han pasado por allí casi todos: Sia, Sir Paul McCartney, Bruno Mars, Ed Sheeran, Stevie Wonder, Elton John, Kanye West -versión aérea-, Foo Fighters, Michael Bublé, Chris Martin… Y también los Red Hot Chili Peppers. El vídeo entero es maravilloso. Entre otras cosas, Anthony Kiedis revela que Cher fue su niñera. Aún así se reclama la atención del lector en lo que ocurre a partir del minuto 13:24. El qué es sencillo: cantan By the way. Lo importante aquí es el cómo. 

Louis Prima era un trompetista y cantante de jazz de Nueva Orleans, que era también conocido como “El rey del swing”. Quizá no sea tan conocido universalmente como otro trompetista y cantante de jazz paisano y tocayo suyo que se apellidaba Armstrong, pero no le quita brillantez. Puso voz al rey Louie de El libro de la selva de Disney, por cierto. La canción que nos interesa en este caso es una versión de la original que era un tango en alemán publicado en Viena en 1929 y compuesto por Julius Brammer. Irving Caesar adaptó la letra al inglés y se han hecho innumerables versiones. Una de las mejores es la que hizo Louis Prima con su esposa Keely Smith. En esta actuación para televisión le sumaron un componente de sketch cómico y el resultado es bastante satisfactorio.

miércoles, 29 de abril de 2020

El desván de Sherlock

Sorprendió mucho al doctor Watson que Sherlock Holmes ignorara todo respecto a la teoría de Copérnico y la composición del sistema solar. Sobre todo viniendo de un hombre así, tan sagaz, tan aparentemente omnisciente. Sherlock le explicó que el cerebro es un pequeño desván en el que erróneamente la gente almacena todo lo que encuentra a su paso. Todo tipo de datos y conocimientos mayoritariamente absurdos que se amontonan y que a la hora de precisar nociones realmente importantes sería imposible encontrar  por el desorden. Por eso Sherlock desechaba los conocimientos inútiles a su entender y se quedaba sólo con lo que le pudiera ser útil. Estoy bastante de acuerdo con él. Lástima que tenga un Diógenes cognitivo de manual. Sé demasiadas cosas sobre los supervolcanes. Recuerdo la alineación del Liverpool en la final de la Champions de 2005, la de Argentina en el Mundial del 86 o la del Alavés que casi gana la Uefa en 2001. Conozco la filmografía al detalle, año a año, de Woody Allen, Hitchcock o Lubitsch. Quizá no me haga tanta falta conocer tantos datos sobre Jack el Destripador o las profundidades abisales. A priori no encuentro funcionalidad inmediata a conocer en profundidad la Titanomaquia, su contexto previo y desarrollo. Realmente mi cerebro no es un desván. Mi cerebro es un Primark. Lo cual no implica mayor capacidad intelectual, sino mayor capacidad de almacenar conceptos fútiles y de no la mejor calidad. Como un Primark. Y como es un Primark está hasta arriba. Tanto que a veces me cuesta recordar incluso detalles de mi infancia. Algunos fueron sepultados convenientemente en algún momento dada su naturaleza vergonzante. Como aquella vez que me pasó algo particularmente vergonzante que escandalizaría seguramente al lector y que no puedo recordar por lo antes dicho. Hace poco buscaba entre las estanterías del departamento nostálgico y recordé una anécdota de cuando tenía nueve años a años en plena clase de Educación Física.

La anécdota implica fútbol. Dejo estos segundos que se tardan en leer esta frase que estoy escribiendo justo ahora para que los alérgicos dejen de leer si así lo estiman. Procedo. Creo que uno juega al fútbol como es en la vida. El que es muy apasionado no puede evitar seguir siéndolo si hay un balón por medio, por ejemplo. El que es taimado y tendente al hijoputismo indefectiblemente lo será y se verá en una pelota dividida. Modestia aparte, creo que mi caso es el del talentoso indolente. Vuelvo a apartar la modestia. 

Recuerdo aquel partido para acabar la clase de Educación Física. Recuerdo el campo de albero particularmente ancho con porterías de fútbol. Recuerdo lo desigual de los equipos, los de mayor volumen físico juntos. Recuerdo al profesor a un lado del campo, fumando, con aquel moreno artificial en febrero, con gafas de sol de esquiar en Sevilla, con un parecido creo recordar con Francis Lorenzo. Recuerdo la paliza que nos estaban dando. Y no recuerdo nada más hasta la última jugada. El portero me pasa el balón. Arranco por banda izquierda siendo diestro, adelántandome casi diez años a la tendencia aún hoy imperante en el fútbol. Sorteo a los dos primeros que se aproximan. Nada relevante porque son una mera avanzadilla y están cansados, sólo echo el balón hacia delante y esprinto. En este momento es cuando la jugada se vuelve frenética. Ya no paré de esprintar. Llegué apurado hasta el siguiente. Lo esquivé con un giro brusco de tobillo que pude hacer sin lamentar daño físico porque tenía nueve años. A partir de ahí me esperaba el horror. Los tres niños que mejor jugaban de la clase. Cada uno medía tres metros. Echaban fuego por la boca. Imposible pasar. No lo puedo aseverar pero dadas las alturas del partido y la proximidad del recreo es posible que literalmente fuera imposible pasar en tanto asistir porque de mi equipo ya no quedaba nadie. Así que encaré mi perdición sin aminorar. El primero de los tres era tan grande que literalmente le decían Andrés el Grande. Mi única opción era huir y fue lo que hice. Con el exterior desplacé el balón hacia su derecha y yo corrí por su izquierda. Cortocircuitó al querer ir a los dos sitios a la vez y cayó de culo. Del siguiente no recuerdo el nombre pero sí que juraría que tenía bíceps con nueve años. Me estaba quedando sin aliento. Venía hacia mí decidido a levantarme del suelo. Afortunadamente había visto una jugada de Jay Jay Okocha en un resumen de la Premier League y procedí a intentar imitarlo. Incliné mi peso hacia la izquierda, pasando el pie derecho por encima del balón sin tocarlo. Cayó en el amago y sólo tuve que dar un toquecito hacia la derecha. Quedaba uno y el portero.

En ese momento el profesor empezó a gritar ¡Arturo, chuta!, ¡Arturo, venga, marca! Con ese ánimo olvidé que en ese momento mis piernas bombeaban ácido y que seguramente el último defensa acabaría conmigo. Los gritos continuaban. ¿Me suspendería si fallo? A la desesperada vino a mi encuentro Carlos. Creo que era Carlos. Se deslizó para hacer una segada de manual aún a riesgo de arruinarse el pantalón de chándal, pero no podía ser que el canijo aquel de las orejas grandes marcase ese gol. Piqué el balón por encima pero no pude evitar que en el salto me diera, desestabilizándome. El portero y la gloria me esperaban. El profesor ya no gritaba, suplicaba que chutase. Todo era borroso alrededor. Quería acabar ya. No por marcar sino por poder tirarme en el suelo y quedarme un año ahí tumbado. Desestabilizado estaba. Recuperé la vertical como pude. El portero no salió porque no era portero. Escuchaba gritos de niños en la pista de al lado. Sólo tenía que chutar y me llevarían en hombros. Y chuté. Fuera. Acabó la clase. No recuerdo exactamente lo que pasó justo después porque está debajo de un monton de cosas de la biografía de Harry Houdini. Pero creo que me dio un poco igual el fallo. Me quedé y me quedo con la jugada.

Pues así en la vida en general.