miércoles, 29 de abril de 2020

El desván de Sherlock

Sorprendió mucho al doctor Watson que Sherlock Holmes ignorara todo respecto a la teoría de Copérnico y la composición del sistema solar. Sobre todo viniendo de un hombre así, tan sagaz, tan aparentemente omnisciente. Sherlock le explicó que el cerebro es un pequeño desván en el que erróneamente la gente almacena todo lo que encuentra a su paso. Todo tipo de datos y conocimientos mayoritariamente absurdos que se amontonan y que a la hora de precisar nociones realmente importantes sería imposible encontrar  por el desorden. Por eso Sherlock desechaba los conocimientos inútiles a su entender y se quedaba sólo con lo que le pudiera ser útil. Estoy bastante de acuerdo con él. Lástima que tenga un Diógenes cognitivo de manual. Sé demasiadas cosas sobre los supervolcanes. Recuerdo la alineación del Liverpool en la final de la Champions de 2005, la de Argentina en el Mundial del 86 o la del Alavés que casi gana la Uefa en 2001. Conozco la filmografía al detalle, año a año, de Woody Allen, Hitchcock o Lubitsch. Quizá no me haga tanta falta conocer tantos datos sobre Jack el Destripador o las profundidades abisales. A priori no encuentro funcionalidad inmediata a conocer en profundidad la Titanomaquia, su contexto previo y desarrollo. Realmente mi cerebro no es un desván. Mi cerebro es un Primark. Lo cual no implica mayor capacidad intelectual, sino mayor capacidad de almacenar conceptos fútiles y de no la mejor calidad. Como un Primark. Y como es un Primark está hasta arriba. Tanto que a veces me cuesta recordar incluso detalles de mi infancia. Algunos fueron sepultados convenientemente en algún momento dada su naturaleza vergonzante. Como aquella vez que me pasó algo particularmente vergonzante que escandalizaría seguramente al lector y que no puedo recordar por lo antes dicho. Hace poco buscaba entre las estanterías del departamento nostálgico y recordé una anécdota de cuando tenía nueve años a años en plena clase de Educación Física.

La anécdota implica fútbol. Dejo estos segundos que se tardan en leer esta frase que estoy escribiendo justo ahora para que los alérgicos dejen de leer si así lo estiman. Procedo. Creo que uno juega al fútbol como es en la vida. El que es muy apasionado no puede evitar seguir siéndolo si hay un balón por medio, por ejemplo. El que es taimado y tendente al hijoputismo indefectiblemente lo será y se verá en una pelota dividida. Modestia aparte, creo que mi caso es el del talentoso indolente. Vuelvo a apartar la modestia. 

Recuerdo aquel partido para acabar la clase de Educación Física. Recuerdo el campo de albero particularmente ancho con porterías de fútbol. Recuerdo lo desigual de los equipos, los de mayor volumen físico juntos. Recuerdo al profesor a un lado del campo, fumando, con aquel moreno artificial en febrero, con gafas de sol de esquiar en Sevilla, con un parecido creo recordar con Francis Lorenzo. Recuerdo la paliza que nos estaban dando. Y no recuerdo nada más hasta la última jugada. El portero me pasa el balón. Arranco por banda izquierda siendo diestro, adelántandome casi diez años a la tendencia aún hoy imperante en el fútbol. Sorteo a los dos primeros que se aproximan. Nada relevante porque son una mera avanzadilla y están cansados, sólo echo el balón hacia delante y esprinto. En este momento es cuando la jugada se vuelve frenética. Ya no paré de esprintar. Llegué apurado hasta el siguiente. Lo esquivé con un giro brusco de tobillo que pude hacer sin lamentar daño físico porque tenía nueve años. A partir de ahí me esperaba el horror. Los tres niños que mejor jugaban de la clase. Cada uno medía tres metros. Echaban fuego por la boca. Imposible pasar. No lo puedo aseverar pero dadas las alturas del partido y la proximidad del recreo es posible que literalmente fuera imposible pasar en tanto asistir porque de mi equipo ya no quedaba nadie. Así que encaré mi perdición sin aminorar. El primero de los tres era tan grande que literalmente le decían Andrés el Grande. Mi única opción era huir y fue lo que hice. Con el exterior desplacé el balón hacia su derecha y yo corrí por su izquierda. Cortocircuitó al querer ir a los dos sitios a la vez y cayó de culo. Del siguiente no recuerdo el nombre pero sí que juraría que tenía bíceps con nueve años. Me estaba quedando sin aliento. Venía hacia mí decidido a levantarme del suelo. Afortunadamente había visto una jugada de Jay Jay Okocha en un resumen de la Premier League y procedí a intentar imitarlo. Incliné mi peso hacia la izquierda, pasando el pie derecho por encima del balón sin tocarlo. Cayó en el amago y sólo tuve que dar un toquecito hacia la derecha. Quedaba uno y el portero.

En ese momento el profesor empezó a gritar ¡Arturo, chuta!, ¡Arturo, venga, marca! Con ese ánimo olvidé que en ese momento mis piernas bombeaban ácido y que seguramente el último defensa acabaría conmigo. Los gritos continuaban. ¿Me suspendería si fallo? A la desesperada vino a mi encuentro Carlos. Creo que era Carlos. Se deslizó para hacer una segada de manual aún a riesgo de arruinarse el pantalón de chándal, pero no podía ser que el canijo aquel de las orejas grandes marcase ese gol. Piqué el balón por encima pero no pude evitar que en el salto me diera, desestabilizándome. El portero y la gloria me esperaban. El profesor ya no gritaba, suplicaba que chutase. Todo era borroso alrededor. Quería acabar ya. No por marcar sino por poder tirarme en el suelo y quedarme un año ahí tumbado. Desestabilizado estaba. Recuperé la vertical como pude. El portero no salió porque no era portero. Escuchaba gritos de niños en la pista de al lado. Sólo tenía que chutar y me llevarían en hombros. Y chuté. Fuera. Acabó la clase. No recuerdo exactamente lo que pasó justo después porque está debajo de un monton de cosas de la biografía de Harry Houdini. Pero creo que me dio un poco igual el fallo. Me quedé y me quedo con la jugada.

Pues así en la vida en general.