lunes, 4 de noviembre de 2013

Come fruta

En 1963 Hitchcock dirigió Los pájaros. Los protagonistas se ven amenazados por multitud de criaturas del aire que, pareciendo haber contraído una promesa, se empeñan en martirizarlos. Algo parecido ocurre en Tiburón, de Steven Spielberg. Un escualo sobrealimentado empieza a degustar por sistema a individuos de una pequeña localidad costera. Como si le debieran dinero. 

No me gusta ser exagerado, pero a mí me pasó algo parecido. No me intentó picotear un pájaro o masticar un tiburón, mi enemigo era vegetal. Como ocurría en las películas arriba mencionadas, sin ningún motivo aparente, algo mostró un inusitado odio hacia mí. Hablamos de una manzana.

Hay que comer fruta, niños. Es sana, es necesaria, es rica en vitaminas. Si no, puede pasaros lo que me ocurrió a mí. Hace algunos años sostuve una fuerte política referente a la no ingestión de fruta. La rebeldía, puede ser. Mi señora madre decidió poner fin a esta situación. Sin prácticamente recurrir a la violencia volví a comer fruta. Sobre todo manzanas. Nunca pensé en la comida como un desafío hasta aquel día. En la mesa no había una manzana. Al menos no de este planeta. El paso del tiempo y mi tendencia a la grandilocuencia da como resultado que recuerde una calabaza con la piel de una manzana. Si hubiera comido esa manzana y fuera un oso pardo (por ejemplo) podría haber hibernado durante todo el invierno y al despertar tendría sed pero no hambre. Era una manzana con problemas de peso. La solución definitiva al hambre en África. Una hipérbole frutal.

Ante aquella pantagruélica visión opté por reemplazarla por otra. Entre un par de esforzados y valientes voluntarios y yo pudimos retornar aquel mazacote carmesí al frigorífico. Yo iluso pensaba que aquella manzana sería disgustada por otro miembro de la familia y me olvidé de ella. Craso error. Desde ese día hasta dos semanas después aquella manzana siempre estaba en el mismo plato, justo detrás del plato de comida. Amenazadora, pendenciera. No había forma de escapar de ella.

Cierto día, sin ser fin de semana en ningún caso, decidí enfrentarme a mi némesis. Aquella manzana era mi águila y yo su Prometeo. Da igual cómo de profundo o enrevesado fuera el escondite en el que yo colocara la manzana. Al día siguiente ella estaba allí, en la cocina, esperándome. Llegué a pensar, por una cuestión de tamaño, que era la madre de todas las manzanas. Podía ser. Todo encajaba. Que su misión fuera torturarme por el genocidio implacable que estaba llevando a cabo con su prole. Opté por ponerle fin a esta situación. Me propuse comer aquella manzana maldita. Empecé a comer un martes 8 de mayo de 2008.

A día de hoy, me faltan dos mordiscos.

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