lunes, 5 de octubre de 2015

El olvido del moderno Magallanes

Estaba este hombre arrastrando una pequeña canoa hinchable. También portaba lo que parecía una nevera dominguero style. Sobre sus hombros una mochila. Nada más.

En un arranque bohemio del cual me arrepiento en tanto forma, nunca fondo, me encontraba leyendo en una playa. Lorenzo terminaba la jornada laboral y ante el desalojo turístico los pescadores del pueblo comenzaron a instalar sus aparejos en la orilla. Un grupo de tres hombres rayando la cuarentena se había situado en mis proximidades. No reparé en ellos hasta que llegó Matías. Dejó sus cosas en la arena y exclamó:

- ¡Lo voy a hacer!

Seguí postureando.

Cuando volví a la escena la pequeña canoa hinchable estaba ya en el agua. Desconocía por completo los motivos, pero se asemejaba a un "no tienes lo que hay que tener para..." de manual. Lo cierto es que este hombre estaba ya subido en la canoa, remando, ante los gritos de sus amigos, mitad guasa, mitad más guasa aún. El hombre tenía un objetivo, eso era irrebatible. ¿Cuál? Difícil de decir. Seguía avanzando, inexorable. Conforme dejaba más lejos la orilla los gritos de sus amigos abandonaban progresivamente, metro a metro, el afán cómico para adoptar una postura más de alerta:

- ¡Pero Matías, ¿estás loco? ¡Que es de noche!

Efectivamente era así. Hacía 10 minutos que era imposible leer allí. Pero el avance de Matías era hipnótico. Resultaba evidente que si la mente de Matías fuera la cabina de un avión el piloto se había quedado encerrado en el baño y el copiloto directamente estaba de baja. Esa nave iba directa a la locura. Matías parecía un familiar cercano, y algo más comodón, de Alfonsina (la del mar).

Llegó un punto en que el pavor se presentó, dijo Buenas noches y ya era uno más dentro de ese grupo de amigos. Se notaba en cómo temblaban sus voces. Matías había perdido evidentemente la cordura. Se había sacado el B2 de ser un puntito en el horizonte. Curiosos empezaron a arremolinarse atraídos por los gritos. No era noche cerrada pero la lejanía de Matías ya le convertía en manchita casi imperceptible. Los recién llegados me preguntaban lo ocurrido, yo dí mi mejor respuesta, la que consideré que mejor reflejaba la situación, su gravedad, "nada, un loco en una canoa de niños pequeños", expliqué.

El pavor había avisado a la desesperación. La desesperación dio un toque al miedo y aquello era tal esperpento que Valle-Inclán habría estado horrorizado, pero también algo orgulloso.

El loco Matías había desaparecido. Ya no se le divisaba. Minutos de desconcierto.

Más minutos de desconcierto. Pocas veces un desánimo tan cundido.

- ¡¿Matías?! ¿Ese es Matías?

Sorprendentemente, como desapareció, volvió. Matías, el retorno. Y lo hacía a buen ritmo. Los abrazos se sucedían. La algarabía llegó con amigas.

Tan pronto puso un pie en tierra, Matías pasó fugazmente por delante de sus amigos. Desconcierto. Se arrodilló cerca de las pertenencias de sus amigos y después de un rato de búsqueda denodada cogió algo de la arena. Ante el asombro de todos, echó una mirada de complicidad con sus muy epatados colegas, todo lo epatados que pueden estar unos colegas realmente.

- El móvil, que se me olvidaba el móvil -dijo entre risas.

Volvió a subirse a la canoa y emprendió de nuevo el viaje ante el estupor general.

Quedan claras dos cosas.

1. El sitio de Matías definitivamente era el mar.
2. Ese móvil no estaba pagado.

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