viernes, 25 de enero de 2013

La de los piojos

Tenía que ir a un sitio y mientras me dirigía a ese sitio, pasé por la puerta de un colegio. La campana había sonado unos minutos antes y comenzaba el desfile. Niños de varios tamaños y edades. Un fastuoso despliegue de chándales. Los vi verdes, naranjas, rojos, amarillos. Mucho grito abarrotaba ese tramo de la calle mientras la marabunta se hacía paso entre codazos camino a la libertad. Los más débiles no lograban aguantar la tensión ni los choques y caían al suelo irremediablemente. El niño Charles Darwin era bajito y canijo.

Esquivé como pude a los niños y sus carritos. Maldije la coincidencia que hizo que pasara por la puerta de un colegio en hora punta. Entre perdones y lo sientos comencé a ver la luz. Cuando estaba a punto de cambiar de calle y dejar atrás aquel horror, choqué por quincuagésima vez. Con una señora que estaba atando los cordones a su hijo. Me disculpé y seguí caminando. O eso intentaba. Una fuerza sobrehumana impidió mi avance. Una fuerza empleada por una mano, creo que humana, que me asía con fuerza. Miré a mi espalda. Aterrado. Era la señora que estaba atando los cordones a su hijo. En primer lugar, mi mente elaboró un porqué absurdo: la diligente y metódica señora habría percibido que mis cordones también estaban desatados y no lo podía permitir. Lo comprobé incluso. Estaban atados. ¿Entonces?

Una vez me tenía inmovilizado e inerme, la señora me llamó por mi nombre. Mientras lo hacía, me giró súbitamente. Como si estuviéramos bailando un dantesco y absurdo tango, en medio de la multitud. Cerré los ojos por la velocidad del giro. Cuando los abrí, estaba frente a la señora. Calculé unos 40 años.Su cara era redonda como un queso que es redondo. Piel cetrina, muy cetrina. Adornada por una plasta que supuse era maquillaje. El resultado era un tono amarillo cálido. Todo era desconcertante. Los ojos muy maquillados, como si una promesa estuviera por medio. Una falda negra, una blusa negra y un abrigo plateado rematado con un gorro con plumas. Zapatos de tacón. No creí que trabajara en un bufete de abogados del centro. Sospeché desde un primer momento que no era una incondicional de Saramago. Mis deducciones se confirmaron cuando la señora habló. Una voz más propia del tono chirriante de un pájaro tropical repetía mi nombre sin parar. Horror, me conocía.

Tres, cuatro, cinco, seis. Mi nombre se desgastaba por momentos en boca de la señora que hace unos segundos ataba los cordones a su hijo. Yo no respondí. Estaba superado por los acontecimientos. Una gran sonrisa bobalicona asomó. Ella esperaba que yo supiera quién era. Pasaron unos segundos interminables, vi pasar las estaciones con Vivaldi de fondo. No reconocía a aquella señora. Ella comenzó a impacientarse.

A continuación, la conversación que mantuvimos. He refinado las palabras de la señora. Por el bien del lector.

- Sí, hombre. Soy Susana. 
- ¿Susana? No te ubico.
- Susana, tío.
- De verdad que no sé. Mira es que tengo prisa y empiezo a sentir un cosquilleo muy desagradable en el brazo - ella me soltó, mientras se disculpaba -.
- Estaba en tu clase, en el colegio. En cuarto de Primaria. ¿De verdad no te acuerdas de mi?

Me cambié de colegio en ese mismo curso. La probabilidad existía. Pero no me acuerdo de lo que hice el martes pasado, como para recordar a mis compañeros de clase de hace más de 10 años.

La señora me explicó que no era tan señora. Tenía veintitantos. Como yo. La lógica es innegable. También me dijo que había tenido dos hijos y que se encargaba de su casa. Todo era inútil. No reconocía a Susana. Y menos a la señora con apariencia de admiradora de talk-shows que se la había comido. Ella, obcecada, seguía insistiendo pero era inútil - tanto que ella tuviera éxito como yo en general -. Me despedí de forma cortés. Me disculpé del mismo modo. Evité con gráciles movimientos que volviera a agarrarme el brazo y me fui.

Susana estaba desesperada. Era una derrota. Así que, a voz en grito, usó el último cartucho. Volvió a gritar mi nombre. Me giré hastiado y escuché su último intento.

- ¡La que tenía piojos!

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