martes, 6 de noviembre de 2012

El gato

No me gustan los gatos. No me fío. Se pasan el día maquinando. Te examinan. Son cautelosos. Sigilosos. Nunca sabes por dónde pueden aparecer. De ahí los cascabeles. Son inteligentes. Por tanto, tienden a la maldad. Tampoco me gustan los saltamontes, pero esa es otra historia.

Un verano de hace algunos años, me encontraba pasando unos días en una casa en un pueblo costero. Dicha casa pertenecía a una urbanización inaugurada hacía poco tiempo. La ventana de mi habitación daba a un descampado. Al fondo, se divisaba la playa.

Cierta noche me desvelé. El calor. Fui a la planta baja para beber agua. Lo hice. Subí. Silencio absoluto. Eran las 3 de la mañana. Sólo el ruido del crujir de los escalones. Todos dormían. Llegué a la habitación y me senté en la cama. Pensando en mis cosas. Sí. Posiblemente. Y justo antes de recuperar la horizontalidad, me asomé a la ventana. No esperaba ver nada. Sólo estaba el descampado. Además, aquella noche había bastante niebla. Apenas se veía nada. Salvo un gato.

Un gato grande, blanco. Posado sobre sus patas traseras. Justo enfrente de la casa. En la acera. Había niebla pero el gato era bastante visible. Podía ver su postura. Y su cara. Miraba hacia mi ventana. Me miraba a mi. No había duda. 

El gato seguía mirándome. Muy fijo. No parpadeaba. Lo que parecía algo azaroso, una mera casualidad, se tornó en algo desconcertante con el transcurrir de los minutos.

 Pasaron algunos coches, con pasajeros absurdos y alcoholizados. Hacían mucho ruido. Algunos vecinos salieron a protestar. Pero el gato ni se inmutó. Allí seguía. Firme y erguido y con su mirada enfocándome. De pronto, escuché un ruido dentro de la casa. Un pequeño espasmo recorrió mi cuerpo. Miré en derredor. Nada. Todos seguían durmiendo. Sería sugestión. Volví la mirada hacía la calle. El gato seguía allí. Clavando sus ojos en los míos. 

Aquello empezó a trastocar mis nervios. El gato seguía en sus trece. Y yo también. Me propuse no volver a la cama hasta que aquel gato se fuera. Miré el reloj. Habían pasado sólo 10 minutos desde que subí las escaleras. El gato se mantenía frío. Relajado, incluso. Aseguraría que confiado en sus posibilidades. Mi estado de desconcierto primario tornó en cierta animadversión hacia el felino animal. Estaba seguro de que aquel gato se había propuesto amargarme la existencia.

Me enfadé. 40 minutos de batalla de miradas después, me enfadé. Comencé a musitar palabras cargadas de odio hacia el gato. Mi mirada se encrudeció todo lo que una mirada se puede encrudecer a, casi, las 4 de la mañana. De repente, me dí cuenta de lo que estaba haciendo. Era absurdo. Pero si era un simple gato.  ¿Rivalizaba con un gato? Por favor. 

Además, ya había encontrado el sueño. Mis párpados eran de tungsteno reforzado. Así que lo hice. Me tumbé y cerré los ojos. Cuando aparté la mirada del gato, éste seguía observándome. De pronto, una ráfaga de aire frío entró por la ventana. En mi batalla gatuna, había abierto la ventana para ver mejor a mi oponente. Oponente, pensé mientras cerraba la ventana, qué tonto soy. Si es un gato... Justo al cerrar la ventana y echar la persiana, vi como el gato se alejaba. Pero antes de marchar, hizo algo que recordaré siempre.

Sonrió.

No hay comentarios:

Publicar un comentario