sábado, 14 de septiembre de 2013

La felicidad es efímera

Casi siempre he jugado al fútbol con individuos de más edad. Desde niño. Si lograba adaptarme e incluso ganarme el respeto de los mayores, cuando jugara con mis congéneres, destacaría. 

Comprobé esta teoría un viernes de mayo. Tenía 14 años. Mis amigos - mayores que yo unos dos años - se apuntaron a un campeonato de barrio de fútbol sala. El nombre del equipo era ambicioso cuanto menos: "Un punto es un punto". Por edad, no pude inscribirme en el torneo. Aún así acudí al primer partido. El otro equipo era francamente bueno y se llegó al descanso con un sonrojante 5-0. El otro equipo era más que bueno. Justo antes de llegar al descanso, Basilio se lesionó. Si con el equipo al completo cayeron 5 goles, con uno menos habría estado curioso el resultado final. Casualmente llevaba mis botas de fútbol e iba con calzonas porque era verano. Mis amigos sumaron dos y dos y me pusieron la camiseta del lesionado Basilio. Los dorsales de las camisetas estaban planchados. Literalmente. Por lo tanto fue fácil quitarle el 1 a la camiseta de Basilio. Jugué con el 7.

Al salir del vestuario notaba las miradas del respetable. Era por la noche y había bastante gente incluso para ser un campeonato de barrio. Unos treinta chavales de varias edades. Mi acongoje era considerable. No ayudaba que Basilio me sacaba dos cabezas y su camiseta podría haber alojado a otro individuo de mi talla. No ayudaba nada. El árbitro pitó y arrancó la segunda parte.

En los primeros 10 minutos no toqué un solo balón. El otro equipo metió 4 goles en ese espacio de tiempo. Las burlas desde fuera eran tremendamente ingeniosas e hirientes. Algunas me apuntaban directamente a mí, al "canijo paquetillo". Durante esos 10 primeros minutos intenté ayudar a que el equipo remontara el partido. Si tocaba un balón, era para pasarlo a un compañero y desmarcarme. Corrí mucho intentando presionar y ayudar. Hasta que escuché con una nitidez prístina el "canijo paquetillo". Ahí dije basta. Pensé que el partido estaba muy perdido. Todo lo perdido que puede estar un perdido. Decidí empezar a jugar por mi cuenta.

Después del agravio hubo un saque de banda que favorecía a mi equipo. Recibí el balón y me giré. Llegaba un larguirucho raudo a presionarme. Miré hacia un compañero a mi izquierda, giré el cuerpo hacia esa dirección pero al notar que el larguirucho estaba ya encima, pisé la pelota en sentido contrario y le dí un toquecito con la puntera. Caño. Se oyó un "OHHH" en la grada. Avancé, pero no pude con el segundo defensor. Hubo una contra pero no exitosa para el otro equipo.

La siguiente vez que controlé el balón, éste llegó por alto. Ante la llegada de un corpulento chaval que no cumplía los 17 opté por levantar el balón por encima de su cabeza. Controlé el balón con el pecho y volví a levantar el balón sobre su testa. Bajé el balón al suelo y empecé la arrancada. Bicicleta para salir por mi derecha. El bicicleteado resbaló, redondeando aún más la jugada. Estaba lejos de la portería, pero probé el disparo. Desviado.

Con cada balón que recibía, notaba los jaleos de los allí congregados. Ya sólo era canijo. Recibí el balón en cuatro ocasiones más. Mi mente siempre procesaba igual la situación: ellos están cansados, el partido está perdido, habrá que divertirse. En ninguna de esas cuatro jugadas le pasé el balón a un compañero. En ninguna. Hubo un par de caños más, varios amagos, algún regate de esos que salen una de cada 50 veces que se intenta pero que cuando salen no hay más que hablar, algún codazo, más de 5 patadas y un gol.

El árbitro estaba a punto de pitar. 9-0 en el marcador virtual (virtual porque no había marcador físico). Mientras mi portero iba a por el balón para sacar de fondo, observé como mis padres llegaban a la pista dónde se disputaba el partido. Todos los allí reunidos estaban pendientes de mí, de qué jugada iba a realizar. "Que la coja el 7". Me gustaba que estuvieran allí mis padres. Sobre todo mi padre. Era mayo, pero eran más de las 12 de la noche. Refrescaba.

Decía que hubo un gol. El portero sacó en corto para el cierre. El cierre me vio y me pasó el balón francamente mal. Esprinté para que el balón no saliera por la banda. Sabía que si salía, el árbitro pitaría. Quería que mi padre viera cómo marcaba un gol. Dejé la pelota en la línea y por la inercia choqué contra la valla. En ese lapso, un jugador del otro equipo con el que había sido especialmente sanguinario decidió vengarse de mí. Corrió hacia mi posición con tendencia asesina. Empecé el movimiento para mi derecha, pero en el último momento encaré mi izquierda y levanté el esférico sutilmente esquivando la planta del pie del rival. El infeliz se enredó en la valla. Que se joda, pensé. Inicié el sprint, quedaban tres y el portero. Por velocidad me deshice de otro. Quedaban dos y el portero. Los jaleos se acentuaban en el público. Un compañero de equipo se abrió a la banda derecha. Con el interior del pie derecho envolví la pelota, de diestra a siniestra, el defensa se comió el engaño y me dejó el camino aún más libre. Quedaba uno y el portero.

 Llegué forzado al último jugador de campo. Antes de chocar con él, y sufriendo ante la pérdida del balón se me ocurrió: pisé la pelota con la planta del pie derecho y cuando el espacio entre sus piernas era suficiente, golpeé la pelota con la puntera del pie izquierdo, de forma muy sutil, como un susurro. La pelota se deslizó entre sus piernas. Sólo quedaba el portero.

El portero salió de debajo de los tres palos. Los gritos eran ensordecedores. Aún hoy, muchos años después, no sé por qué salió el portero, con un 9-0 y a punto de finalizar el partido. Pero lo hizo. Recuerdo que sonreí mentalmente. Ante su salida, y agotando el fuelle que me quedaba, desplacé el balón a su derecha y corrí por su izquierda. Le superé. La portería vacía. Controlé el balón y sin mirar chuté tan fuerte como nunca lo he vuelto a hacer. Era el gol del honor de un 9-1. Pero se gritó tan fuerte que de los bloques de pisos se encendieron decenas de luces. El árbitro pitó.

Muchos se acercaron para felicitarme, para saludarme. Estaba muy feliz conmigo mismo. Casi llegando al tope. Los mayores me respetaban. Yo no era un chaval normal, en ese momento era una deidad terrenal. Así de fácil. Pero la felicidad es efímera. Mi madre llegó, se despojó de su rebeca (una rebeca de madre) y me la puso a la voz de "te vas a enfriar". 

Volví a ser un canijo de 14 años.

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