miércoles, 10 de octubre de 2012

Error de cálculo

Un país cualquiera. Una ciudad cualquiera. Una cárcel cualquiera. Una sala cualquiera, de una cárcel cualquiera, etcétera.

En la sala en cuya puerta figura la palabra "Apoyo", se reúne la doctora Alegría con sus pacientes. Sanguinarios todos. Pero pacientes al fin y al cabo. En esas sesiones, la doctora Alegría trata de aliviar las conciencias de esos pobres diablos. Que cuenten lo que les atormenta. Que se arrepientan de sus actos. A las sesiones de la doctora Alegría no van carteristas. Deberían ir políticos y banqueros, pero: 1) esos no pisan la cárcel y 2) seamos serios, esa gente no se arrepiente de nada.

El trabajo de la doctora Alegría era complejo. En la sala de apoyo, siempre había dos guardias convenientemente armados. Por si acaso. Los reclusos tratados por la doctora eran hombres rudos. Sí, tatuados todos. De los que dirías a primera vista que no leen a Chéjov.

Un día, un nuevo paciente se unió a las sesiones. No era como los demás. Su nombre era Isaías Peláez. 1'65  de hombre con bigote. Muy engominado. Con una podredumbre dental preocupante. Sus facciones no eran ásperas. Más bien se acercaban a la afabilidad. No cumplía en absoluto los clichés de violento convicto. Sin embargo, cuando la doctora Alegría invitó amablemente a Isaías a que tomara asiento y comenzó a leer su expediente, su ceño se frunció primero, para soltar un leve espasmo de desaprobación después.

Isaías Peláez había llevado a cabo un brutal asesinato. La víctima era un vecino suyo: G. D. El dueño de la tienda de bicicletas del barrio. Un hombre guasón, por lo que contaban las vecinas embutidas en una bata y con algunos rulos en su cabeza al calor de los focos de una cámara de televisión. Un buen hombre.

- Hola, Isaías. Soy la doctora Alegría. Estamos aquí para ayudarte. No te sientas incómodo, por favor.

Isaías Peláez asintió.

- En estas sesiones intentamos expulsar nuestros demonios. Encontrar la paz dentro de nosotros.

Isaías asintió de nuevo, en esta ocasión con una media sonrisilla que asomaba debajo de su bigote.

- En la primera sesión, el paciente cuenta por qué está aquí. En qué ha fallado. De qué se arrepiente. (Silencio, por favor)

- Muy bien, dijo por fin Isaías con una voz extrañamente aflautada. Os voy a contar mi historia.

- Te escuchamos, Isaías.

- Yo tengo un problema dental. Es evidente. No piso un dentista porque no me da la gana y se acabó. Yo asumo las consecuencias. No pasa nada. Pero a mí que no me toquen lo que no me tienen que tocar. ¿Estamos?

- Tranquilo, Isaías. Respira hondo. Eso es. Ahora sigue con tu historia.

- Yo no me meto con nadie. Soy pacífico. Sí, ya sé que desmembrar a un vecino no es una práctica pacífica. Pero tengo mis motivos. El de la tienda de bicicletas estaba siempre de broma. Se reía de todo el mundo. Un chistoso insoportable. Cada vez que pasaba por su tienda, me soltaba algún comentario inoportuno sobre mis dientes. Todos se reían. Pero yo en el momento me bloqueo y ya en mi casa se me ocurren las respuestas indicadas. Así que siempre me dejaba en ridículo. El muy imbécil.

Un día, le llegó una bicicleta que, por lo visto, era única. Sólo había 10 más en todo el mundo. ¡Casi 10.000 euros! Ahí encontré mi oportunidad. Vi el cielo abierto. Por fin, podría vengarme de tantos años de bromas hirientes. Se quedaría con cara de tonto.

El plan era el siguiente: ir a la tienda del soplapollas... de este hombre, perdón, e interesarme por la bicicleta. Como soy muy ahorrador, no tengo familia que mantener y la gente es muy cotilla, el dueño de la tienda no pondría en duda mi interés. Y mucho menos por falta de dinero. Así que me dejaría probar la bicicleta justo antes de firmar el contrato de compra. Cosa que yo nunca habría hecho, por supuesto.

Cogería la bicicleta para dar una vuelta a la manzana y justo cuando doblara la esquina, el basurero pasaría para hacer su ronda. Lo tenía todo cronometrado. En ese momento, me vería sorprendido por el camión, saltaría y, trágicamente, la bicicleta quedaría reducida a fosfatina. Y que se jodiera... aguantara, perdón. 

¿Broma un poco pasada de rosca? Sí. Pero tenía mis motivos.

Llegó el día de llevar a cabo el plan. Llegué a la tienda. Aguanté la enésima broma,las enésimas risas de fondo y le comenté mi interés por la bicicleta en cuestión.

Todo iba sobre ruedas - dos concretamente -, el plan se desarrollaba de la forma prevista. Él sacó la bicicleta. Y mientras yo la examinaba, le pregunté fingiendo curiosidad si era posible probarla antes de firmar el acuerdo de compra. Sin problema, me dijo. Todo fue mal a partir de ese momento. Cinco minutos después, estaba muerto.

- Pero, ¿qué pasó Isaías? - inquirió curiosa la doctora Alegría.

- Estaba tan contento por lo bien que iba el plan que hice la cosa más estúpida.

- ¿Qué hiciste?

- Firmé.

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