lunes, 22 de octubre de 2012

La consulta del dentista y el cura

Esta tarde tocaba dentista. No es mi ideal de diversión pero tampoco es una tortura china. De hecho, siento cierta lástima por los estomatólogos. Es uno de los trabajos más desagradables que se me ocurren. Hay cada boca por ahí que es de museo. De lo desagradable. Si bien no es nada en comparación con los podólogos. Esos señores son héroes. Reflexionemos durante un instante. Si la boca que es una parte de la anatomía medianamente accesible y visible, muchas veces es un desastre, ¿qué barbaridades no se encontrarán esos mártires en los pies de sus clientes?

 Otra cosa de los dentistas es el sadismo que la creencia popular le asigna. Si usted, estimado lector, experimenta cierta fobia hacia los profesionales dentales, le aconsejo que si ve La pequeña tienda de los horrores, (1986, Frank Oz) cierre los ojos cuando vea aparecer a Steve Martin con un antinatural cabello azabache y montado en una moto. Son sólo unos tres minutos. Pero esto no va sobre dentistas.


18.30. Llego a la consulta del dentista. La revisión de todos los años. Pase usted a la sala de espera, me dijo  una mujer todo de blanco, cofia incluida. Obediente, pasé a aquella habitación. Estaba solo. De fondo, todos los boleros de Antonio Machín y Armando Manzanero hechos melodías para flauta. Eché un vistazo y al no encontrar ni un mísero ensayo sobre astrofísica en ninguno de los revisteros, procedí a informarme de las venturas y desventuras de la familia real, de las relaciones amorosas entre individuos de dudoso pelaje; lo que es el entretenimiento patrio. Calculo que así estuve unos Diez Minutos, cuando, de Pronto, se abrió la puerta de la sala y alguien dijo Hola. Un cura. No sé si obispo. Más bien era un siervo de Dios raso. Se sentó y se puso a leer un libro forrado en su parte exterior por hojas de periódico. De ABC, concretamente.  Quiero pensar que el cura forró el libro porque estaba leyendo algo sacrílego. Esto es, cualquier cosa que no sea la Biblia. El pájaro espino quizá. Pero lo dudo profundamente. Era un cura vetusto, provecto, decrépito.   No menos de 80 años de man in black.

Al rato - 5 minutos - llegó una madre con su hija. La niña tendría unos 14 años. Pelo largo, rubio. Con algunos colores insondables para mi en forma de mechas. Uniforme de colegiala. Nabokov, que nos conocemos. Mascaba chicle con tal fruición que lamenté que no hubiera en aquella sala de espera alguien del Guiness para certificar el récord.

De repente, suena un móvil. No era el mío. Eso dejaba tres sospechosos: el cura, la madre y la hija. El tono de llamada respondía a un éxito discotequero actual, cercano a lo denunciable. "Ella no sigue modas", según he descubierto tras arduas y dolorosas invetigaciones. Descarté al cura. Madre e hija se miraron. Acto seguido prorrumpieron en carcajadas. Aquello me extrañó. Mis ojos pasaron directamente al cura, antes descartado. Ante mi cara de asombro y las carcajadas materno-filiales, el anciano y venerable cura metió la mano en su bolso, sacó el móvil y la melodía cesó.

Tras asistir a esa dantesca escena, llegó mi turno y pasé a la consulta. Ojalá hubiera sonado el teléfono de la niña con Tocata y fuga de Bach en re menor.

Ojalá.

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