martes, 18 de diciembre de 2012

La pesadilla de Diógenes

Llegó a su casa después de estar todo el día fuera. Tenía cierta prisa cuando entró por la puerta. No porque quisiera llegar a casa cuanto antes, después de un día agotador. No. Esa mañana había tenido una acalorada discusión con un amigo sobre el final de Dejad paso al mañana, de Leo McCarey. ¿A quién no le ha pasado alguna vez? Son tantas las veces que la película se repone en TV que resulta difícil no debatir una y otra vez.

Él sostuvo un dato demoledor,pero estéril para refutar el argumento de su contrario. Mejor dicho, sostenía un buen concepto, pero carecía de la base necesaria para terminar de derrotar la postura del otro. Había perdido una batalla. Pero no la guerra. Justo mientras lamía sus heridas, recordó que obraba en su poder un libro sobre McCarey en el que encontraría la clave del enigma. La solución final. El gol en la prórroga, de penalty injusto  dos metros fuera del área, en el último minuto.

Iba dejando sus bártulos por el pasillo. Tenía prisa por tomar ese libro, leer lo que ignoró aquella mañana y decirse lacónicamente: ¡cómo pude olvidarlo!. Por fin llegó a la habitación. O al menos allí estaba cuando salió por la mañana. Pero algo no cuadraba. Se sentía extraño. Los hay que no son profetas en su tierra, pero los que no reconocen su propio cuarto, su santuario, su cementerio de elefantes diario; no existe mayor apátrida.

Buscó con denuedo por las estanterías. Pero sólo encontró uniformidad, orden, limpieza, pulcritud. Sabía que el libro se encontraba en la tercera balda empezando por abajo. La que se encontraba justo entre la balda de las películas y la de los tebeos. Pero nada. La desolación se apoderó de él. Alguien, un alma despiadada y fría como el corazón de un poderoso, había ordenado su caos equilibrado. El horror absoluto. El pavor más exasperante. La injusticia menos justa. La pesadilla de Diógenes.

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