miércoles, 5 de diciembre de 2012

Señor, ¿por qué me has abandonado?

Uno de los pasatiempos más entretenidos - y ciertamente sádicos - de ir en autobús es observar las carreras desesperadas y desaforadas de los virtuales usuarios, que no son reales porque el autobús se ha ido antes de que les diera tiempo siquiera a llegar. Cabe indicar que el goce es plenamente satisfactorio si el visionado de este hecho se produce mientras estás sentado. Es decir, si te encuentras parapetado entre un robusto señor que supera las 500 arrobas y una ancianita que se encuentra extrañamente cerca de ti, es complicado disfrutar de nada en esta vida.

Era un viaje de vuelta. Era tarde. De hecho, era lunes. Cualquier hora es tarde un lunes. Pasé el abono transportes por el lector electrónico y me senté. El autobús no arrancaba, la gente entraba a espuertas. Los muy bajitos no podían ver el techo del vehículo. Yo, sentado, recuerdo. Empezaron las primeras carreras. Los primeros tropiezos, los primeros gritos de "oiga, oiga", los primeros especímenes a destacar. No nos engañemos, hay gente que corre de forma muy estrafalaria. Los rare runners. Voy más allá, algunas personas que en su rutina son perfectamente respetables, cuando se va el autobús y les urge el viaje, comienzan a correr de tal forma que pierden toda dignidad posible. Y el autobús también.

El conductor miraba su reloj. Era un tipo recio, adusto. Miraba a cada pasajero que subía con gesto severo. Retador incluso. Si se llamara Matías - por ejemplo - la gente que le conoce le diría a la gente que no le conoce: "Oye, cuidado con Matías". No sería nada disparatado que llevara escondido en su asiento un Peacemaker. Por si acaso. Nunca se sabe.

El conductor al que llamo Matías - como también podría llamarle Malaquías o Clodoveo - miró su reloj por última vez. Era el momento de continuar el trayecto. Cerró las puertas y el motor comenzó a sonar. De pronto, en la lejanía, una figura se acercaba misteriosa. Se acercaba muy rápido. Una rapidez bizarra. Era una monja. ¿Han visto ustedes alguna vez a una sierva de Dios en pleno sprint? Yo no. A la monja parecía no importarle nada más en este mundo que alcanzar ese autobús. Tendrá una promesa con la Virgen del Carmen, pensé yo. Aquella carrera no era normal para un futbolista de primer nivel siquiera.

El autobús ya había recorrido unos cinco metros. La monja lo había logrado. Aminoró su marcha cuando vio que un semáforo en rojo le facilitaba las cosas. Se acercó a la puerta de entrada y dio dos golpecitos. El conductor al que llamo Matías pero podría ser cualquier otro nombre, giró la cabeza y la fulminó con la mirada. Un "no te montas porque ya he comenzado el trayecto y punto, aquí mando yo" de manual. Todos los pasajeros observábamos la escena impávidos. Paralizados. Homero habría escrito algún poema épico de verdad con esa conversación sin palabras. La monja replicó. Frunció el ceño. Todos los allí presentes entendimos su mensaje: "pero no ves que soy una monja y acabo de hacer de hacer una carrera que, prácticamente, es plusmarca católica". El conductor al que llamo Matías pero podría ser cualquier otro nombre volvió a girar la cabeza. Miró al frente, vio que el semáforo se tornaba en verde y volvió a mirar a la monja. De nuevo ni un sonido salió de su boca. Sólo arqueó las cejas burlonamente, como diciendo "¿dónde está tu Dios ahora, hermana?. Arrancó y dejó a la monja a cinco metros de la parada, con una expresión que reflejaba el título de esto que leen.

En aquel autobús no regía la ley de ningún dios. Se hacía lo que decía el conductor al que llamo Matías pero podría ser cualquier otro nombre.

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