domingo, 9 de septiembre de 2012

Jeven (1/4)

Siempre que la vida se cansa de darme hostias y me deja unos segundos para que respire y vuelva al ring, me acuerdo de aquel lugar.

Hace algunos años me dedicaba a realizar reportajes de dudoso gusto y aún más dudoso acabado para una revista local de infausto recuerdo. Infausto porque vendí mi alma al diablo de la indecencia y el mal gusto por un salario que estaba cerca de ser una miseria, pero aún le faltaba.
La revista era un contenedor: deporte, música, sociedad, telebasura, espectáculos, telebasura, cultura y telebasura. Todo aderezado de un amarillismo que haría protestar al mismísimo Hearst. Pero por falta de gusto y ética.
Como muestra un botón, el día que conocí aquel lugar que cambió mi vida, el señor director me llamó a su oficina. Me dijo que estaba contento con mi último reportaje y me encargó otro que, según sus palabras, sacaría lo mejor de mí mismo. Por un segundo pensé en lo improbable. Después de 5 años ignorando mi nombre, ¿tendría la bondad de hacerme un encargo que no me hiciera sentir estúpido?

No.

El señor Makkias, de ascendencia finlandesa pero vulgaridad universal, se superó a sí mismo y me ofreció un trabajo que parecía urdido por un bromista. Pero iba en serio. Me costó aceptarlo, pero así era.

El trabajo consistía en desplazarme a un pueblo, que se encontraba a más de 100 kilómetros, para entrevistar a una señora de 70 años que aseguraba y perjuraba que durante sus sueños septuagenarios, preveía el próximo expulsado del reality show de moda en televisión. El señor Makkias no soltó ni una mueca. Sus ojos repugnantemente claros me miraban con gesto serio y adusto mientras iba soltando semejante pamplina. No se trataba de ninguna broma. Así que asentí, pregunté la dirección, acepté el dinero para dietas, cogí la grabadora, le dije a mi dignidad profesional que sería la última vez y salí de la redacción camino de la estación de autobuses.

El día que conocí aquel lugar que cambió mi vida, me encontraba a las 11 de la mañana esperando un autobús que me llevaría hasta Grandona (nombre del pueblo, no de la anciana señora). Nunca había oído hablar de ese pueblo. Ni tampoco de las habilidades adivinatorias de sus habitantes. De hecho, me gustaría volver atrás en el tiempo para poder ver la cara de tonto que supongo debía tener mientras aporreaba el teclado de mi ordenador redactando las preguntas que iba a hacerle a la señora de los poderes.

El autobús llegaba tarde. Lógico. Sólo esperaba yo su llegada. Así que después de 45 minutos de espera, emprendimos el viaje.

El camino transcurría tedioso. En algún momento sucumbí y me dormí. Me desperté sobresaltado por un frenazo en seco. Me desperecé de la forma más grosera jamás imaginable y me asomé por la ventana mientras preguntaba en un alarde de originalidad:

- ¿Qué ha pasado?

- Algo del motor, creo. Tendremos que parar en este pueblo. Respondió la modélicamente hombruna voz del conductor.
- Pero, oiga. Yo tengo un trabajo que hacer. ¿Grandona queda muy lejos? Pregunté.
- Si te das prisa y andas rápido, estás allí en 5 horas, muchacho. De esta forma, el conductor sentenció que tenía que esperar en el pueblo hasta que la avería se reparara. "Lástima de señora", no pensé.

Bajé del autobús y vi que nos habíamos quedado parados justo enfrente de la entrada del pueblo. Un cartel  - con algunos árboles y un lago dibujados - de considerables proporciones rezaba un nombre: JEVEN

No hay comentarios:

Publicar un comentario