domingo, 9 de septiembre de 2012

La importancia de llamarse Arturo

El nombre te marca. De una forma u otra, lo hace. Si tu espíritu es débil, incluso te define. Hay algunos nombres que tienen una época asignada. Un estereotipo fijo. Todos sabemos que la civilización comenzara a derrumbarse cuando existan abuelas con tatuajes de Justin Bieber y orejas multiperforadas que se llamen Jessica o Lorena. Son nombres muy de chica joven entre 15 y 25 años aproximadamente. En lo que a mi respecta, cuando llegan a esa edad límite, desaparecen. Se oye un ¡plop! y lo que queda de ellas es humo.

Otro nombre con una función muy marcada es Adolfo. Creo que fue en Manolito Gafotas donde leí que era nombre de señor mayor. Amén a eso. Incluso me atrevería añadir que los Adolfos van siempre convenientemente trajeados y que o ejercen la abogacía o regentan un comercio de corbatas.

Yo me llamo Arturo. Me gusta el nombre. Da unicidad. Sobre todo si no vives en Madrid capital o cualquiera de sus provincias, allí es un Paco o un Pepe. Como todo, llamarse Arturo tiene sus pros y sus contras. Empezaré con las contras.

El principal problema de llamarse Arturo se encuentra en la niñez. Sí amigos, no nos engañemos. Decimos que los niños no leen lo suficiente, pero lo cierto es que tienen una capacidad sorprendente para encontrar rimas a los nombres poco frecuentes. Todo con una curiosa pátina de hijoputismo. Son algo así como pequeños e imberbes Quevedos pensando en Góngora todo el rato.

Eso es lo peor de llamarse Arturo. Ahora voy con las cosas buenas.

En primer lugar no existe incertidumbre ante el insulto. Esto es algo positivo porque no se producen vacilaciones. Pongamos un ejemplo. Una calle muy concurrida, en Valladolid. Gran trasiego de gente y, de repente, se alza una voz que grita: ¡Carlos, cabrón! (póngase Carlos, Paco, Antonio, cualquiera del estilo nos vale). Nadie repara nunca en el drama humano que viven esas decenas de Carlos que montan en cólera por un insulto que muy posiblemente no estuviera destinado a ellos. Ese es el problema de los nombres comunes. Ahora bien, si yo voy por la calle, en Sevilla, y oigo ¡Arturo, cabrón! entonces no habría problema. Sería cuestión de localizar al vociferador y emular la célebre secuencia que protagonizan John Wayne y Victor McLaglen en El hombre tranquilo. Todo muy directo y sin trabas.
Aprovecho el factor sorpresa y pongo esta foto


Y sin duda, las leyendas artúricas también ayudan mucho de forma positiva. Aunque Disney ha hecho mucho daño, ¿acaso no es el sueño de todo hombre tener el nombre de un rey legendario que mata dragones con un espadón y que está siempre con Ginebra?

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