lunes, 10 de septiembre de 2012

Jeven (2/4)

El pueblo no parecía tener gran actividad. Más bien era una pequeña aldea. Tampoco era bonito a simple vista. Me pareció del montón. Pero de un montón como desgastado y viejo, de ropa que se lleva a las iglesias. El adjetivo que mejor definía a Jeven como pueblo era olvidable. Cada minuto allí me desesperaba profundamente.

Una carretera, semi empedrada, semi alquitranada, dividía el pueblo en dos. En el lado derecho, cinco casas inusualmente antiestéticas, de colores marrones y añiles. Al final, y lindando con el cartel de "está usted saliendo de Jeven", una biblioteca. A decir verdad, la biblioteca no encajaba dentro del conjunto del pueblo. Cualquier capital de gran país podría presumir de ella. Un edificio de dos plantas. Rotundo, se podría decir. Nunca fui demasiado preciso describiendo pero, si esa biblioteca daba alguna sensación, era de serenidad. Una extraña y dulce serenidad que sentí al verla por primera vez. Quizá por el contraste. Sí, definitivamente fue por el contraste.

En el lado izquierdo, tres casas alineadas de forma extrañamente zigzagueante - y de igual feísmo que sus vecinas de enfrente - con un taller mecánico entre la primera y la segunda. Precisamente allí me dirigí con Matías, el conductor del autobús, al entrar a Jeven.

Hablemos de Matías, el conductor. Era un hombre. Eso estaba claro. Fornido en exceso, con una gorra bien calada y reforzando todos los clichés habidos y por haber, llevaba un palillo entre los dientes. Su vellosidad rozaba el absurdo. Sí, Matías era el eslabón perdido. No los hombre como Matías. El propio Matías.

El buen Matías y yo dejamos el autobús a la entrada del pueblo y llegamos al taller. "Hermanos    x" se podía leer en el toldo azul que precedía a la entrada del taller. Parecía que algunas letras se había borrado con el paso de los años. Antes de entrar, el robusto Matías y yo oímos un ruido muy de taller. Un ruido metálico, como de arreglar un carburador. Si soy honesto, no tenía ni idea de las actividades que se llevan a cabo en un taller. Ni siquiera tengo carnet de conducir. Mi filantropía me lo impide. Es más, yo no dejaría conducir a un coche a alguien como yo. Si la torpeza fuera arte, yo sería Da Vinci.

Decía que llegamos a aquel ruidoso taller. Nada más entrar, nos sorprendió la absurda escena que allí se estaba llevando a cabo. A nuestra derecha, justo al lado de la puerta principal, dos hombres de corta estatura hacían rodar una rueda - lógico - de un lado a otro mientras, lo que supuse era un cliente, intentaba en vano recuperarla. Uno de los mecánicos, de pelo ensortijado, propinaba golpes en la cabeza al cliente con lo que parecía un martillo chillón cuando éste llegaba a su posición para recuperar la rueda. El absurdo no acababa ahí. El otro mecánico intentaba dar explicación al cliente mientras le pasaba la rueda a su compañero diciendo: "Ya le he dicho que su rueda de repuesto está demasiado nueva, esto es un taller, ¡de algo tenemos que vivir!"

Yo no daba crédito. Matías tampoco.

Cuando repararon en nuestra presencia, los dos mecánicos, el cliente - que no paraba de vociferar - y la rueda, pararon en seco. Como si nada pasara, el mecánico que daba explicaciones, se dirigió a nosotros:

- ¡Oh, clientes!. Vayan ustedes a la oficina y allí les atenderá nuestro hermano. Tengan cuidado, es un gruñon.

El sonido de dos cachiporrazos inició de nuevo el absurdo y continuaron con la rutina. Matías y yo dejamos atrás aquella surrealista visión y fuimos a la oficina.

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