sábado, 8 de septiembre de 2012

El hombre que espera

Supe de esta historia hace algunos años, cuando era joven y despreocupado. En aquellos oscuros años yo estudiaba inglés en el centro de cierta ciudad andaluza, pongamos que hablo de Sevilla. Siempre llegaba tarde a clase. Tenía clases a las 18.00 y siempre llegaba 5 minutos tarde. Lo que al principio era informalidad debida a diversos factores, luego se convirtió en norma. Siempre pasaba a en punto sobre la misma esquina, la giraba, callejeaba un par de minutos a ritmo de etíope y me plantaba en el lugar de estudio. Había dos elementos que siempre estaban presentes en ese trayecto. Uno era el sudor por la prisa. El otro era un señor de avanzada edad. Bien vestido, con una gabardina por si llovía. Un sombrero bien calado color verde caoba y una mirada pendiente del infinito. Tardé bastante tiempo en reparar en que ese señor siempre estaba en esa esquina a las 18.00. Cuando salía de las clases, a eso de las 19.30, el hombre ya no estaba. No le presté mucha atención en su momento. Hasta que un día, el hombre no estaba en la esquina.

Cinco años pasando por esa esquina, 3 días a la semana. El hombre siempre estaba allí. Pero ese día, la esquina estaba huérfana. Al pasar vi mucho revuelo por esa zona. Los dueños de los establecimientos cercanos habían salido para hablar. Algo pasaba.

- ¡Tantos años! Qué lástima de hombre.
- Hace 50 años ya. Yo siempre le ofrecía un bocadillo por si quería comer algo. Pero no decía nada.
- Verdad, siempre ahí quieto. Mirando al frente.

Oí de soslayo algunas frases sueltas y fui para clase. Estuve un buen rato dándole vueltas al asunto.

Al llegar a casa, alguien comentó que había muerto Jeremías. Pensé que era algún familiar del pueblo. Por pura probabilidad matemática. Sin embargo, tuve un espasmo y pregunté.

¿No sería un hombre que estaba todas las tardes en el centro, parado en una esquina?

Fue algo espontáneo. No sé porque lo hice. Lo que más me extraño fue que yo hablara dentro de mi casa. Estaba inmerso en esa época estúpido-rebelde que todo el mundo pasa en la adolescencia.Yo era como el admirador de Nietzsche en Pequeña Miss Sunshine, pero con pelo corto y sin acento de Nebraska.
La respuesta me impactó aún más.

- Sí. Estaba ya mayor. Pero niño, ¿tú le conocías?

El hombre se llamaba Jeremías. O eso pensaban todos. Apellido irrelevante. Profesión irrelevante.

Jeremías tenía 82 años y murió de un infarto en su propia casa. Le encontraron dos días después del ataque. Una casa normal. Limpia. Ordenada.  Había algunos cuadros de cierto gusto, estanterías llenas de libros, el reconocimiento a toda una vida de trabajo en forma de diploma. A los vecinos les constaba que Jeremías tenía familia. Tenía varios hijos que le visitaban a menudo. Estaba jubilado. Fue ferroviario durante 35 años.Pero había algo dentro de esa vida completamente rutinaria de hombre mayor que le hacía especial.


Jeremías se casó. Vivió durante 14 años con su mujer. Se separaron. A todo el vecindario le sorprendió el divorcio, Jeremías era atento con su mujer, no tenía ningún vicio. Se le solía ver cada noche leyendo un libro en la terraza. Aunque había algo que siempre extrañó a todos los que le conocían. Todos los días, a las 17.00, salía de su casa a las afueras para dirigirse a algún sitio. Nadie lo supo nunca. Tardaba una hora en volver de hacer lo que fuera que hiciese. Su mujer supuso en un primer momento que probablemente le gustaba dar paseos por la ciudad. No le dio más importancia, pero resulta que 14 años de paseos ininterrumpidos, diarios y carentes de explicación por parte de Jeremías comenzaron a intrigar y preocupar a su mujer.

Jeremías no daba ninguna explicación. Siempre decía que tenía cosas que hacer a esa hora. La explicación, obviamente, no satisfizo a su mujer y pidió el divorcio.

Hasta aquí la parte de la historia de Jeremías que es completamente monótona y anodina. Lo normal es pensar que Jeremías le era infiel a su mujer y cada tarde, cada día durante 14 años, iba a encontrarse con su amante. Lo curioso reside en que esta misteriosa práctica, según los vecinos más ancianos de la zona donde Jeremías se paraba cada día, duró 56 años. Lo que sí es cierto es que ese hombre esperaba. Durante 56 años Jeremías - de apellido irrelevante, de profesión irrelevante - esperaba en una esquina concreta a su novia de la juventud.

Con 26 años, Jeremías tenía pareja y se querían, supongo. Es algo que suele pasar. Es lo previsible. Un día, Jeremías esperaba a su novia en la esquina que estaba justo enfrente de la panadería en la que ella trabajaba.  Probablemente habrían planeado ir al cine, a ver el último estreno de Hollywood por ejemplo. O quizá simplemente él tenía la caballerosa costumbre de esperar a su novia a la salida del trabajo y acompañarla a casa cada tarde. No lo sé. Tampoco importa mucho.

Ella cruzó la calle. Un coche acelerado. Un guardia urbano distraído. Un instante.

La espera de Jeremías se prolongó. Continuó su vida, se casó, tuvo hijos. Pero nunca perdió la esperanza. Todos los días durante casi 60 años, Jeremías se ponía su vieja gabardina, su sombrero roto y caminaba hacia esa misma esquina. Ese hombre esperaba cada día, en la misma esquina, a las 18.00, a que su novia saliera de trabajar y cruzara la calle para encontrarse con él. En esos minutos de espera, probablemente sintiera que aún era joven y tenía mucho tiempo aún para ser feliz. Quizá sintiera durante ese breve lapso aquel amor que se fue. Qué sé yo.

Esto es todo lo que sé sobre la historia del hombre que espera.

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